viernes, 25 de diciembre de 2009

El regalo de papá...



La barrera del sonido explota con la pasión. La alegría ya exalta el clímax, tan cercano, del ascenso. San Martín sueña con volver a la A. Puyutano: el regalo es de papá.





El as de espadas ya destrozó el reloj. Se desgranan las fuerzas del adversario ya vencido. Hay un gol en la garganta que pugna por expulsar las huellas que dejó aquel descenso. Ruge ese as de espadas que ilumina la noche. Clava el puñal. Se regocija en el canto de 18.000 anónimos. Y grita gol. Grita como si la sed lo fuera a dejar por última vez con esa extraña sensación del atolladero en su garganta. Algo se cuela, hondo, en las vísceras. No hay lapicera que aguante ya para el anotador. La tinta desaparece en un vaivén que electrifica las puntuaciones del marcador, roto ya el cero. Entonces el as se saca la camiseta y la estrella contra el parapelotas. Y consume esos, escasos, segundos de gloria, mientras se trepa al alambrado de la popular, como si fuera la primera vez. La CAI sureña queda sumisa. El aluvión de estirpe sanjuanina arrolla los minutos que desplazan hacia el final del partido. Los relojes deshojan las horas para volver a la elite: para llegar otra vez en 20 colectivos a La Bombonera, para volver a arrodillar a River en San Juan. El rugido recorre la noche, entre fuegos de artificio y un puñado de gargantas exaltadas que sudan dolor y gloria. Sueños que marchan en la efimeridad de otra evasión de domingo. Un grito de guerra final, mientras la pelota corrompe la red. Tiembla en escala de Mercalli, tras el pitazo final. La Primera está a la vuelta, y un Hilario Sánchez repleto aturde la noche. La camiseta 9 vuela en el aire y se estrella contra el parapelotas. Son 18.000 mil gargantas adulteradas en la masificación, que anticipan otra tarde de gloria. Otro césped convertido en el manto que protege el sueño: reducto testigo de masivas lágrimas de emoción. Algo explota en la popular norte, reflejos de otras epopeyas. El brindis reclama otra tarde de gloria, como ese inolvidable... sábado 16 de junio de 2007. La 9 ya cayó al césped, la pelota descansa en la red. La punta está asegurada. Un puñado enorme de sanjuaninos extasiados anticipan: “Vamos a volver”. Junio de 2010.


Pablo Zama


jueves, 12 de noviembre de 2009

Esa extraña necesidad


esa transparencia se corta con el murmullo de la epifanía / y los paisajes, varados en la desnudez del atardecer, / vuelan encima de una estrella / corrigiendo el andamiaje de las aves en el tiempo / hay un sueño dividido en dos por la ventana / necesidades tajeantes / dibujos salpicados con el humo de la ingenuidad / pero ella, ella no existe, / hay una espera-certidumbre de verla / escondida en el relativo peligro de la urbe / labios que inundan desiertos / capturar, en el tiempo detenido en la orilla, / su mirada de mar / probar / ese halo fugaz - deseo atrapado en la madrugada / comer de sus versos incandescentes, / besando el aroma a tempestad de su piel / y arrebatarle pétalos a la esencia, mientras amanece / despertar, en el fuego inacabable de sus latidos / sólo observarla reír / para decir basta / esa extraña necesidad de verla / en todos los sueños / esa inacabable sensación / de beber del viento de sus palabras / tocarla con el deseo, sentirla suave / como agua deshaciéndose en la vulnerabilidad de mis pupilas / ese anhelo extraño, que muerde la existencia / sentir / el sabor a lluvia de la libertad / cuando me refugio en sus espaldas



Pablo Zama

sábado, 15 de agosto de 2009

Pronta entrega



“Estás buscando un viejo camisón, estás buscando alguna religión, estás buscando un símbolo de paz… Estás buscando un incienso ya, estás buscando un sueño en un placard, estás buscando un símbolo de paz…” (Charly García).


Llueve, de vez en cuando, pero escribo, esquivo la tormenta. La cabeza es fría, da vueltas y no me hago cargo de los delirios ajenos. Charly, casi mi guía en los momentos de quiebres creativos, gatilla. Mi cabeza, el cerebro, mi vida, da vueltas y está bueno. He tirado la planificación hacia lo desconocido. Acá se vive y punto. ¿Se vive?

En la seccional un tipo azul parece imberbe, pregunta sobre las noticias locales, fuma y ofrece. Pero el móvil del diario ya dio una rayada en media cuadra y salimos, los cinturones de seguridad se abrochan como pueden, hay un muerto en la ruta, hay varios cadáveres esperando. El ritmo es descomunal y la música va al palo: Rapsodia Bohemia es la catarsis antes de llegar al siniestro. Se hace interminable, todo se hace espeso. El clima brota desde un intervalo infausto, pero el morbo va por carriles que no puedo ni debo ahora explicar. El muerto espera, tal vez a que alguien le explique por qué espera. Seguimos en la ruta, una frenada y doblamos, pierdo la visión por un rato. Hay polvareda al costado. La vida es injusta y la vida es lo más difícil de explicar por qué sucede. Somos objetos de un descontrol remoto tal vez, seres manejados a placer, armas de desperdicio en algún rincón en el que preferimos decir BASTA!! y jugar a sonreír.

Tal vez alguien más espere en otro rincón, otro cadáver para ser fotografiado para la portada de algo, que seguro, nunca será premio Pulitzer. Un vendaval de ironías se mueve en torno a mi cerebro. Sentado y abrochado a esa camioneta con etiqueta de presunto prestigio viajan mis ganas subterráneas de esquivar la superficie. Alguien ha muerto en la ruta y no me importa quién. La existencia apabulla con estos finales y las conclusiones son distorsionadas cuando se va en busca de eso que tal vez ya es la nada. O la nada viaja en móvil hacia la ruta trágica. Entonces alguien llora adentro mío, muy adentro, alguien que desconozco. Charly sigue con su discurso de pelear, de seguir, de llegar a la cúspide de no sé qué para quién. Una loca carrera para poner la cabeza en Marte, para amar y para olvidar. Una loca carrera que termine en una portada con un desconocido que pagó sus días. Contar la historia como un relato escindido de mí. Imposible. La existencia, ese final y este arrojo al mundo y sin el abrigo para sustentarse como previsible… me choca. Aunque la imprevisibilidad y la incertidumbre es buena consejera para mi credo.

El ruido de las teclas retumba en la redacción. Estamos contando historias. El mandamás del patio de gobierno vigila. En nuestro rincón el celular vuelve a sonar y el mensaje aclara: “Un muerto en Ruta 40, un choque en medio de la nada”, y otra vez a las calles. A veces apago la luz, tal vez para hacerme el gil y seguir palpitando una adrenalina que no es la mía, pienso. El móvil corre a toda velocidad, la música está a un volumen portentoso, mis reflexiones ya de nada sirven. Estamos en el lugar. Alguien es tapado por un manto que no sé si es de piedad o gozo de un morbo común para algunos. Nylon negro, la cabeza algo ensangrentada. Saldrá en la portada. Mis preguntas laceran en un escenario difícil, las preguntas me consumen el alma. Estamos interpretando el por qué de esos finales abruptos. Y tomo entonces como hecho literario algo casual y no tanto. Algo real y doloroso. La familia llora y alcanzo a escuchar el tenor de una muerte. Anoto. Algunos se enojan y me corren. No importa. Tengo la noticia, tal vez la primicia, de que un ninguneado por la sociedad cayó al túnel vacío de donde no se vuelve.

Volvemos a la ruta. La catarsis es reírse de lo que sea, reírse para sobrevivir, mientras la música siga sonando. Tal vez una carta al lector tenga más asidero –pienso- para ser dada a conocer que la tragedia de un NN como yo que pasea por la existencia sabiendo inconscientemente que el punto final llega. Otro aspecto de la historia se me devela entonces. El tránsito hacia la muerte es parte de lo que vinimos a hacer. No pienso ahora en las teorías existencialistas. Dejo que fluya, aunque haya algo de influencia, mi propia visión de la razón de ser, porque me detallo para mis propias vísceras, para mi cerebro poco programado ya, que es difícil ser en una sociedad que sólo obliga a existir, sin rumbo. Un escenario que nos atrapa en la carrera alocada por llegar, en el placer inexistente de sumergirse en los residuos de las drogas, en los pensamientos atomizados que encajarían justo en una media tres cuartos y sucia que duerme en mi habitación, y nada más.

Grito un gol, solo, parado en la avenida, para intentar sentir algo de liberación. El alivio es metafórico, el gol no es mucho más que tirar una bocha a la red y figurarse ser un héroe, figurarse el no ser y el enjambre que grita, que ahora soy yo solo en la avenida, es el público de un Circo Romano apócrifo, pero especial.

Me siento frente a la máquina a titular un siniestro, pero las palabras se fueron de viaje. Mientras narro la historia, el morbo de las pocas letras que salen impresiona. Cuido las formas. Aunque la inquietud es el contenido y más aún la reflexión que se desprende de un hecho aislado y siniestro. Eso ya me turba.

Todo es: el supuesto de vivir, o el impuesto de existir, la factura a estar, la locura de rebelarse a ser un autómata. Esos remolinos me llevan por delante. La bronca de escribir en la superficie duele. Y entonces un último planteo cae de mi imberbe punto de vista, apenas llego a la escena. El planteo cae y la pregunta es si en Ruta 40 realmente hubo un muerto, si, tal vez, en la ruta, en las calles, en los quioscos, en un baño público, en el césped no habrán muchas más muertes sin que sus propios destinatarios hayan recibido todavía el mensaje que les avise de su final. Muertes que caminan acríticas por el paseo de la mera opción de ningunearse todos los días. Y ahora me figuro: ¿acaso la velocidad, la música en el móvil, el camino, no iban en busca mía?

La portada está lista, la nota también. La foto es tremendamente desgarradora, al epígrafe le clavo otro puñal de drama. Todos nos buscamos alguna vez y la vertiginosidad de esta existencia abrumadora hace que sólo encontremos, en ocasiones, los desperdicios de lo que ya fue, para sufrirlo cuando ya no lo palpamos de frente. La nostalgia también es un sorbo de muerte.

Hay una carrera alocada de móviles en busca de algo por las rutas, por las avenidas, por las calles de piedra. A veces el destino es cruel, nos atrapa en un choque de ruta o nos sumerge en el sistema. Tal vez en el olvido, explicado por Borges como “la otra muerte”. Y así, un cartel aclara: “Sólo mueren de verdad los que mata el olvido”.

La lucha es ardua y la existencia, en la pequeñez de nuestros egos, nos duele, sin que muchas veces reconozcamos que existe un final.

Subo otra vez al móvil del diario, hay que volver a la calle, salir rápido. No he comido, hay un asalto, tal vez otro muerto: no el que cayó fulminado hacia el infinito, sino el que terminó siendo presa de un pasado escandaloso -el asesino-, tomó un arma y se transformó en su propia versión de muerto en vida.

Hay zombies por todos lados, es mejor negarse a serlo.

Charly: “Difícil que lleguemos a ponernos de a-cuerdo”… Pactos de sangre en la avenida para dejar una huella para nadie. Locuras de querer correr tras lo que no existe, porque lo que precede ya se esfumó hace rato y el futuro no es propiedad privada de nadie. Vivir o intentarlo. Existir sabiendo el final, esquivando la angustia que exhala la sóla experiencia de estar. Sentir el puñal de la existencia del presente.

Náuseas de libertad...

¿Libertad?

AMÉN.



Pablo Zama

A cancha llena



En los ingresos de una eclosión. Bombas de una vigilia intensa. El sol rompe este, mísero, sentido y salgo a la cancha. Tal vez salgo sin querer. Pero soy sólo parte de ese enjambre que grita, sus delirios de guerra, solapados tras una camiseta.

Tengo el giro, literario, futbolístico, a placer. Con pie preciso reviento los piolines, saco pecho y dedico la proeza a los insalvables. O por lo menos eso me figuro en la mente.

Un enganche a la izquierda, otro a la derecha. Gambeta impredecible. Gambetas que me llevan hacia lo desconocido. Quiebres de cintura en medio del área 18. Estoy rompiendo, creo, el padecimiento de un esquema. Poco se puede germinar de todos modos, la cancha, el césped, es casi infértil en ocasiones.

Camiseta verdinegra, pecho erguido, mirada repulsiva hacia el rival. Voy camino hacia lo desconocido, pero sigo en la tribuna. Me figuro estar pisando el césped. Juego y margino patadas que quedan inconclusas porque dejo a la deriva algunos embates. Esquivo esquirlas de botines. Disfruto, creo.

El lateral derecho me cruza y le paso la bocha por encima de sus sienes, viaja despacio. Un sombrerito que resulta apócrifo porque el pie izquierdo del lateral se me clava como puñal en el abdomen.

Me levanto, como en cada golpe, en cada batalla. Tomo la bocha, el tiro libre es mío y de nadie más. Ya creo ser el Seba Brusco frente a River.

Acomodo, minucioso, la pelota, un compañero se acerca. Al palo de la barrera, me grita. En mis recuerdos tengo grabado ese 26 de agosto. El grito al unísono de: “Brusco, Brusco, Brusco...”, en un pedido desgarrador de toda la hinchada tras la posibilidad del tiro libre.

Me preparo. Miro al arco y no al arquero. Dejo de lado la posibilidad de obstáculo de la barrera. Es un tiro libre a la vida. Pateo, fuerte. Pateo con las entrañas, que me quedan temblando. Siento venir ese aire portentoso y sagrado. Se abre la puerta del cielo y el ángulo es el cálculo justo.

Grito, me abrazo con nadie, tal vez esté todavía tan solo como al principio de ser una leyenda tras el golazo. Corro hacia la popular, yo mismo estoy gritando ahí adentro, en esas gradas que tiemblan. Pienso que es a cancha llena.

Tan sólo un estampido que el tiempo borrará, dejará para siempre lleno de olvido en un rincón. Escucho el rumor del pasado, aquellos instantes que figuraron escenarios felices y aquellos que taparon sus fulgores.

Salgo del estadio, me firmo un autógrafo para mí mismo. Fue a cancha llena, que golazo, me digo. Un número en la vida: el 10 en la espalda.

Muy cerca de donde suceden las contingencias, un gemido siempre escuchado pero poco entendido de un bebé. Más allá, una vieja mira, limpia, sus suciedades, y clama por una juventud mejor.

Volver a empezar, a cancha llena, tal vez otro escenario, un golpe de suerte que depara el área 18. Un estampido al que te hizo mal y un gol al centro del alma para paralizar la furia de las malas rachas.

Otro quiebre de cintura para no equivocarse y un pase gol que en cualquier momento llega. Un giro estilo Tonegol para largarse a llorar de júbilo. Un tiro que rebota en el palo del arco de Boca.

En el baldío algunos juegan, transforman sus vidas. La organización social futura en un esquema de 11 contra 11.

Los defensores: tipos casi burros de carga para corregir los errores ajenos. El arquero: que tapa todo lo que puede llegar a ensuciar el curso de la sociedad, un policía poniendo orden en un mínimo rectángulo.

Un mediocampo repartido. Al centro: uno que muerde para no dejar pasar a los que hacen peligrar los intereses de la Patria. Pegado a ése, el 5 clásico distribuyendo el balón con sutileza para que la cúspide funcione: poco reconocido, es el que piensa dentro de ese esquema, algún ministro ejemplar.

Por las orillas, dos que corren como locos, para colocar algún centro, algún pase, que cambie el curso de los días, un sacrificio con buen pie que origina triunfos, o embates. Delante de ellos, el enganche: enlace entre los que se rompen el lomo y los que se concretan al estrellato. Un petiso que la mueve, tal vez un artista rompiendo esquemas. Quiebre para un lado, para otro, gambeta empedernida y el estiletazo preciso, justo, para intentar que todo confluya en el éxito del sistema.

Arriba: las estrellas, los que llegaron a través de la pirámide a ser notorios, los que concretan el pase final en locura, en gol, los que disfrutan cuando el tiempo les da de beber de la fama y el fantasma de los flashes, los que mata el olvido en la esquina menos esperada. Actores de una TV que engendra nuevos socios de la suciedad que tapa la verdad, que jamás será una sola.

Quizás un esquema táctico convencional que a veces funciona y en otras cae en los infortunios de sus integrantes. Tal vez un país, una sociedad que juega todos los días y sus miembros son los que ganan los partidos y los que pierden la dignidad. Los que se llenan de gloria o perecen en el olvido.

Salgo de la cancha que, me imagino, estuvo llena. Pido un chori en la puerta, una gaseosa marca imperial. Como y sorbo. Ya es tarde y no tengo ganas de irme. Miro el circo a mí alrededor, tal vez no existe. Pero veo camisetas y banderas llevadas por desconocidos. Recuerdo aquella tarde gloriosa en que los autos por la Circunvalación tocaban bocinazos, la tarde en que River se arrodilló en Concepción, una lágrima todavía sigue cayendo tras el grito de gol en la "popu" abrazado a mi hermano. Tal vez ese mismo tiro libre lo pateé yo en un día solitario, en un arco de cancha barrial.

Camino, porque el bondi va lleno. Otro día en que la gente sale de sus casas, para ver pasar la euforia por las calles. Sobre el final le giramos la historia a Vélez y casi me quedo sin voz. Recuerdos también de, pocos, goles propios en potreros que tal vez ya no existen. Gambetas en la calle de mi barrio y el, siempre recibido con algo de intolerancia, grito de: “Pasala, morfón".

Juego en mis pies. Rebotes y manejos de una bocha, tratada como la diosa de un partido, o una prostituta de 90 minutos. Esa bocha que alguna vez me llevó a la Bombonera, para gritar por los colores de Concepción. La comida en el restaurante Continental, y el grupo de sanjuaninos verdinegros que en la Plaza del Congreso éramos la curiosidad de los porteños.

El fútbol, la vida, por carriles similares, en cada gambeta a la desidia, en cada grito desaforado para despegar. Y un viejo que en el Hogar de Ancianos ahora me pide un pucho antes de que su vida culmine. Al lado, uno que se quedó en otra parte y habla en el pasado. El punto final de un partido que tal vez a ellos ya ni siquiera les importa.

Hoy volvió a amanecer y tengo la camiseta puesta: es la vestimenta de otra batalla. Hay que salir a tranformar el día en victoria. En el bondi o en la bici: vamos configurando un destino. La presión es permanente. La vida es la incertidumbre. A veces quiero gritar un gol para olvidar, evasión necesaria. Otras, quiero dar vuelta el partido festejando a solas, imaginando estar a cancha llena.

El pase está por llegar, puede haber gol y, por ahí, el pibe que me pide una moneda afuera del bar del invierno rompa la red de la alienación, ascienda cargado de gloria, a cancha llena, con las pupilas invadidas por la humedad de las emociones. Y así, lo que añora lo esté esperando para ser: sólo un punto en el espacio que alcanzó un mísero segundo de felicidad.....


Pablo Zama

lunes, 13 de julio de 2009

La guerra



Ha caído un amigo en combate y parece que ya no hay vuelta. Y será así hasta que la guerra no cese. Será así para siempre. La guerra vive en la memoria de los que la padecieron. Rara vez esas huellas se sublevan para dejar de ser esas tremendas marcas que permanecen y vuelven con cada estridencia de algún relámpago perdido en una noche vacía y podrida en medio de la nada. La guerra no cesa jamás, más allá que la guerra sea, a veces, sólo un recuerdo. En esta noche ha vuelto a caer en combate un amigo y he visto esa caída mortuoria, mientras mis gritos de alarma se desvanecían en la oscuridad petulante en la que creí que el adversario era aquella tropa desconocida que acechaba la isla. Me despierto de a ratos en esta tempestad interna y me doy cuenta que el adversario real es la muerte. La muerte sin más etiquetas que ese salto al vacío desesperante. Todavía tengo en mi mente grabados a fuego: el ruido frío y seco del seguro de la pistola desplazándose para dejar habilitado el gatillo; los breves y casi imperceptibles roces crepusculares del hierro helado del caño negro de la nueve milímetros en la cara de su asesinado; el propio gatillazo sobre la frente de mi ahora finado amigo; y, por último, el fogonazo feroz, el destello certero, que acabó con el camino hacia el vacío de un soldado. Entonces grito otra vez con el recuerdo. Leo, reproducidas en una revista, las palabras de un tal Clausewitz: “La guerra es la política por otros medios”. La frase célebre me sirve para evaluar el por qué de esta criminalidad. Y vuelvo a gritar un grito lacerante de putrefacción interna. Grito como si alguien me fuera a escuchar. Pero la guerra ha terminado. Aunque de todos modos, se quiere quedar a vivir en la memoria. Sigo encerrado en este espacio cercado por cerros pelados y fríos, a veces con las cimas recubiertas del blanco del invierno. Especulo con que de un momento a otro el adversario, que ya no es otro que la muerte, va a venir por mi amigo, y yo (atónito y con los ojos salidos hacia el miedo y la avaricia que en ese milésimo instante sólo quiere cuidar la propia vida como manda el “sálvese quien pueda” de las sociedades en “crecimiento y desarrollo”) no puedo hacer nada, otra vez, para evitar el ruido lacerante del gatillo en movimiento y el posterior fogonazo. Tampoco creo que pueda mirar la cabeza de mi amigo, moliéndose en pedazos deformes, deshaciéndose debajo de la tormenta y escuchar la risa de su ejecutor que ríe de terror y desaliento hacía la existencia. Toda guerra implica la pérdida, para siempre, de la vida de todos y cada uno de sus participantes. La guerra es la propia muerte desde que empieza. Y la guerra, una vez que empieza, no termina más. Entonces paseo la pistola por mis sienes y siento que vuelvo a la adrenalina de aquella noche sepultada en la memoria colectiva de los que no estuvieron ahí, los que jamás sintieron mecerse sobre sus vísceras el torpor, la claudicación y un deseo incalculable de caer en combate para no seguir después, pasados los tiempos y los sonidos bélicos, viviendo la guerra. Confieso que envidio a mi amigo. Aunque de vez cuando, en esos momentos en que trato de entender la ferocidad del desprecio entre los seres humanos que acechan con su modernidad vacía, hueca de sentimientos, palidecida por la falta de ideas; en esos instantes de fundamentada sensación de misantropía, siento el gatillazo, el fogonazo, el remezón en mis vísceras y la explosión de mi cabeza, que estalla a pedazos, como si yo mismo estuviera cayendo en un combate que ni siquiera me elevará a la calidad de héroe pos mortem. Cuál es la guerra entonces. La guerra es ver caer a cada rato a ese amigo por el fogonazo estridente de una pistola social, en manos de la miseria humana. La guerra es ese amigo que se muere de hambre en una villa, ejecutado, mutilado, despedazado, por este juego de ajedrez arrasador que a veces tiene el nombre de política y en otros casos tiene, inclusive, hasta el nombre de justicia social. La guerra es, por lo tanto, también, y pese a ello, el progreso material de la humanidad, que se deshumaniza en ese proceso y que se olvida de su calidad de humana, perimida en los detalles. Mi amigo está gritando cuando siente en su cabeza el frío seco del caño negro de la nueve milímetros dispuesta a empezar con los gatillazos. Pero yo no lo escucho, ni puedo mirar su cabeza deshaciéndose en el aire. Pese a que se me acalambran las vísceras con el estupor que me ocasiona el acontecimiento. Mi amigo es molido a disparos, igual que aquel pibe que es fusilado moralmente por un padre violento que lo maldice porque otra vez no llevó plata al rancho. Esa es la guerra. Es un hombre que ya no puede pararse por la presión de los litros de aquel alcohol barato que ya duermen en sus venas, que está sucio, desamparado, sin rumbo y que aguanta, como puede, las risas y las burlas de aquellos jóvenes que imitan los chistes del programa de TV de la noche. El cuerpo de mi amigo empieza a caer casi en cámara lenta, en medio del campo, sobre una tierra dura y desamparada después de haber sido acribillado a balazos. El olor a pólvora me hace estornudar un estornudo de miedo, de desolación. Un estornudo que intenta sacar la opresión que tengo en el alma cuando me doy cuenta que algunos disparos arrebataron una vida y, con ella, otras vidas más por el efecto dominó que un asesinato por la supervivencia causa en la cadena de afectos del caído. Es de noche otra vez, y fumo como todas las noches desde que mi amigo cayó vencido por un arma de fuego. Fumo sin parar y las pastillas que también consumo cada madrugada no logran vaciarme de ese recuerdo que no es tan recuerdo, de esas imágenes que veo a diario. Eso es la guerra. Al lado del cuerpo de mi amigo hay un pibe mugriento, con los ojos llenos de una tristeza acostumbrada que se traduce ahora en una mirada dura y rebelde, una mirada que empieza a perderse en las imágenes de fantasías concretadas en un mundo ilusorio, construido por la inhalación continua de los pegamentos. Ha caído un amigo en plena batalla, antes de darle tiempo a la noche para que por lo menos muestre una cercanía con su culminación en otro amanecer. Hay olor a muerte ya, a cadáver podrido. Mi amigo tiene los ojos en blanco. La batalla se despedaza con cada muerte que acarrea en la isla. Yo no puedo dormir todavía. En la carpa de la resistencia armada de mi pueblo tomo agua sucia. La arenilla del vaso se me mete entre los dientes. Siento más tiros. Han pasado casi tres décadas desde aquel fusilamiento. Sigo escuchando esas detonaciones y salgo a la calle, pedregosa todavía, para presenciar la vida. Camino media cuadra entre el polvo que emerge de la tierra suelta entre las piedras de la calle vieja y el humo que cimenta la presencia del desarrollo. Un presentimiento de llanto amargo me invade. Veo venir a mi verdugo, pero no huyo, sino que, más aún, me le acerco sin pausa, aunque no camino muy rápido. Diez segundos después, un fogonazo me paraliza. Siento un ardor de incertidumbre ante la nada en mi pecho de tantas batallas grises. El ardor penetra y se expande por todo el cuerpo. Empiezo a caer. Hay gente en la calle, pero nadie atina a levantarme por miedo a irse también hacia la muerte contagiados por mi propio estado de moribundo abandonado. Siento las miradas cada vez más lejos. Mi amigo pasa cerca y veo como le explota su cabeza y se le rompe en pedazos sin que yo pueda, ni quiera ya, parar su caída. Siento otro fogonazo encima de los dos. Alguien, muy cerca se ríe de risa aturdida y siniestra, alguien se burla también de su propia existencia, con una pistola de caño frío y negro en su sien derecha que representa el vacío de su propia vida en desesperación. Empiezo a cerrar los ojos. Nadie se acerca. Siento dos detonaciones más antes de olvidarme de mi amigo para siempre. El ardor en el pecho desaparece. Todo desaparece. Las imágenes se evaporan tan rápido como empiezo a sentir el cese de la angustia. Demasiado cerca de la calle pedregosa, alguien, que en una batalla expulsada de la memoria colectiva fusiló a un soldado desamparado, celebra con bebidas alcohólicas y mujeres ardientes y pagas la muerte a un recuerdo que intenta evadir; mientras envidia la suerte corrida por su propio asesinado en batalla. En la TV alguien recuerda aquella contienda y festeja, una vez más, su resultado. Otros esperan que el efecto de ese recuerdo filtrado y traducido en gloria repercuta en las bolsas de comercio. La mayoría sólo trabaja para comer y sobrevive, como puede, a los golpes de la cotidianeidad. Desde el Poder Ejecutivo lanzan un cese el fuego mínimo hacia la marginalidad, con prebendas pre-elecciones. Hay cada vez más palabras que, juntas, callan la verdad en el pueblo. Y un bebé acaba de salir, desnudo y arrojado al mundo, de un útero joven en este contexto de defunciones y nacimientos paralelos. Esa, creo, es la guerra.


Pablo Zama

viernes, 3 de julio de 2009

Andamios



Los ojos todavía abiertos, desgastados por la vigilia, recubiertos de miel perecedera. Tu sien recostada sobre mi hombro y ese aroma a flores que se sujetan a la mansedumbre de la tarde-noche. Somos vientos que resucitan, emergidos del ostracismo, jugando el juego de la incertidumbre dentro de la certeza de este andamio, caminando el espejismo de los sentimientos. No hay palabras, permanecemos en la intención de pertenecer. Los ojos como fusiles, las llagas como camino del tiempo y el miedo, el misterioso y terrible miedo, a dejar de decirnos eso que callamos. Todo pasa a ser pasión, la cara tras las rejas de la realidad gritan los eufemismos que ya todos comulgan. Dos gotas en el mar, nada. Un cuerpo como destino sangrante de lo contundente se mece sobre las cimas de un deseo común pero excepcional. Otra batalla sin definir, entre espasmos de un día singular, sopor de un anochecer calmo de calma mugrienta y seca. La sequedad de los recuerdos corren despavoridos, hay luz en medio del aroma a pestilencia de los embates, pero sin embargo estamos acostumbrados a estar en hipnosis tranquilizante. Pegados los ojos sobre los vidrios húmedos, esperando como aquellos que lloran por lo que se fue pero que jamás abandonan, el día transcurre, las horas pasan, la servidumbre de estos precoces gozos se muelen en la contingencia, o se paralizan en las sombras del deseo puro. Entonces lloramos de hambre y de amor. Jugamos con nuestras ganas contrariadas de pertenecer o entregar espacios a lo desconocido. Asumimos que toda proyección es deleznable por cuanto no admite limitaciones reales. Perseguimos un camino secreto que se muestra, a raudales, cercado por el abismo de una pureza inexistente. Pero seguimos.
Pablo Zama

jueves, 4 de junio de 2009

Sinrostro



En el piso derruido por el paso de los días, el frío y los avatares de la miseria; en ese piso impune se ve su reflejo. Despeinado, huraño, espejo de la marginación. Algo, en esa polvareda, sin embargo, se levanta.


la música es corrupta
falla la melodía cuando
al mandamás le conviene
y hay un lugar
en medio de la soledad
en donde
el frío
no se nota


El recorrido es siniestro, aunque el acostumbramiento hace que la pérdida de la dignidad no lacere más, por lo menos en la superficie. A las 4 AM una campera rota va sobre sus hombros. La basura en el mismo baldío es distinta. El carro se empieza a llenar. Los perros de todos los días son el escollo habitual y los viejos cirujas, sus amigos en la desidia.


ya no hay tiempo para el miedo
en las vías
con la masacre de su futuro
va una estampita
un recuerdo nefasto
de cuando pensaba
en que la humanidad era humana
un auxilio apócrifo


Hay frío. Hay bronca acumulada. Tiembla un cuerpo en una esquina. El mundo se le ha vuelto visceral. Los cartones le pesan en la mirada. Está despeinado, sucio, vacío, pero es lícito para él despojarse de sí mismo, porque nadie lo ve. Y es desde que se considera sólo un número en que decidió borrar su risa, que ya no llama a su pasado. Al menos imita un disfraz social cuando sonríe sin querer hacerlo al momento en que los demás le sonríen sin querer hacerlo.


en el juego
los protagonistas son otros
y el resentimiento lo escupe
en medio de la noche
entre las basuras
estigmas de lo que aprendió
la soledad insana
el juego de su vida


Desde la vidriera, del lado de los sinrostro, ve pasar cada capítulo, ajeno a la situación. Detrás de los cristales la perspectiva es extraña. Pero, después, el paso efímero de las fugaces instantáneas somete otra vez el futuro. Despierta a las 4 AM y maldice ese despertar. Sale a la calle con la campera rota que lleva sobre sus hombros. Y mira con desprecio a los hombres de un mejor vivir. Pero no llora.


tiene una marca, un sello
como la espina
que se le clava en el alma
de ser un número menos
después de aquella terrible tarde
mientras el paso del tiempo
se torna irremisible
porque desprecia al sol
cuando se acuerda
de la violación a los dos años


No lee los diarios, que no hablan de los sinrostro, en esas líneas que se hacen llamar periodísticas. Frecuenta la oscuridad. El escruche como pasatiempo hace que se accione la adrenalina en la noche. Su ídolo es Messi, aunque los días le gatillen que no tiene ni para ir a la cancha de San Martín. Sube al colectivo sin pagar, conversa con el chofer y aprende a ser mirado como una nada. Le temen. Se baja en cualquier esquina y prende un paco para olvidarse de él mismo y de los otros sinrostro que lo acompañan en esa aventura.


alguna vez hubo sueños
algún día creyó ser libre
pero otra vez el murallón de la realidad
después de despertar de la hipnosis
lo espantó hacia el baldío
lo arrojó en el día a día
al mismo tiempo que
encendió otro fósforo
y volvió a soñar


Los zapatos desgastados cavilan por la cornisa. Pero sigue, como puede, caminando en una vida paralela, la que pudo haber sido, la de otros, esa que ahora desprecia. Se levantó a las 4 AM. Está despierto todavía, aunque prefiera la hipnosis permanente. El síndrome de abstinencia no dura nada, porque lo disipa, y el cadáver de otro porro cae sobre el piso derruido que es reflejo de su existencia. En la plaza hay papeles, folletos que hablan de las próximas elecciones. Entonces se alegra, porque volverá a sentir ese gustito fugaz de la dádiva. Le grita a una mina que va hacia la facultad. Saluda al policía que le muestra la sonrisa cómplice de los que han gastado las suelas caminando la calle. Grita en medio de la peatonal. Y se toma a las piñas con otro de los sinrostro, para decir: “Aquí estoy, todavía”.


Pablo Zama

domingo, 10 de mayo de 2009

Caos




los pies encima de las nubes


perdidos los rastros de las muertes


un mínimo de indignidad en la luz tenue


los sonidos socaban el grito de esas vísceras


el hambre arrecia desde el fondo de la inmundicia


y este atril oscuro


este fondo con letras decaídas en un grafiti de paredón


todo eso se subleva para infartar las sienes


la villa, la oscuridad, la plegaria desvanecida


un grito seco y amorfo


tras una imagen aterradora por TV


han consumido el tiempo subjetivo


los espacios, la voluntad, el deber ser


un acto en el palacio de la gobernación


otra bala que se comió a otro infeliz


un NN dejó de competir la vida


sumido en un fármaco


mierda y miedo, calles espantadas


gritos de guerra, gritos de llantos,


gritos desesperados de un NN que rasguña la pared


las manos ahuecadas por el sudor ácido


arte sobre arte


y espejismo solapado en una 4x4


el arte de copiar y copiar hasta que las vísceras ardan


días grises y soleados, gargantas sordas


los pibes callejean desorientados, consumidos


las mentes siguen sobre las nubes


un gol de baldío


guardería de la realidad que se teme


el miedo persigue la desolación


las manos se pierden en un aneurisma eterno


una cerveza, los tiros en la noche vacía


un disparo en la sien


la “economía de mercado” se comió a otro pobre


humo sobre letras de humo,


el diario lo calló todo


y hay un mundo en donde las premisas valen


pero las tesis sobran


un arcoíris que esquiva el silencio de hospital


pestes devenidas de sofismas permitidos


en la esquina, vive el desvarío y la opresión


detrás de un murallón, un perro vagabundo resiste


alguien inhala pegamento en la calle


en los conventillos se baten a duelo por una puta


¿y acá?, sólo dos palabras, una plegaria, pedidos sin fin: “un pucho”



Pablo Zama

sábado, 9 de mayo de 2009

Viaje




El viejo cartonero se despierta en la noche y recorre un trago amargo, magro, hacia el destino infinito. Detrás de cada pared siempre hay un desesperado que espera, perturbado, que la desidia cese. Hay quienes esperan, también, que un sorbo infeliz de veneno los borre de los tiempos. Pero el tiempo perdido es irremisible, la otra muerte (a decir de Borges, el olvido) ya está en ciernes. En esta noche de cervezas, Sabina y transgresiones el cartonero está afuera, noctámbulo, sereno. El caos de la urbe, el caos que tritura la paz, reside en esta noche. Pero el viejo está sereno, sin embargo.

Un pucho ha caído, en esta noche, al vacío que tienen como destino los puchos cuando dejan de pertenecer al grupo de los aprovechables. Al lado, un charco de agua sucia se figura mediocre en una esquina sin nombre, muy cerca del descapotable de un funcionario, tal vez corrupto. Un cuadro surrealista, mínimo, culto a la imaginación esotérica, se despliega en un cartón, mientras Pink Floyd llena el vacío repleto de ostracismo de un pobre cartonero que se debate entre la miseria y el delito. En otro rincón, alguien rasguña una pared con locura, es la impotencia que acribilla la estabilidad.

El sonido del silencio de las madrugadas perturba. Alguien camina sólo en la noche, descubriendo otros submundos. El descapotable frena a media cuadra. Dos prostitutas suben al auto, que va camino a una noche de lujuria. Hay neblina. El cartonero mira con la impasibilidad del acostumbramiento. El vehículo ya se perdió en la penumbra. Un perro solitario ladra, con bronca, bajo una muy tenue luz que se percibe desde las calles del miedo.

Muy cerca de la plaza central hay olor a muerte, a vacío y espasmos en la cornisa. En el palacio de la gobernación ya los perros no aúllan, el silencio es un bien convenido. El poder invisible genera otras fisuras imposibles de ver. Hay escapismos en las noches, muertes sin nombres y honores derribados por la euforia en masa. Hay mundos bifurcados, imanes que raptan los derechos, ruidos que ya no emiten sonidos.

Ese viejo cartonero experimentado traza sobre los cartones una vida no del todo infeliz. Con algo de rock ochentoso en la mente sutura los recuerdos que le rompen las vísceras. Son calambres en el alma, le dice Charly a las 4 AM de un invierno apócrifo, frío y vituperado, traspasado, por la ceguera de los desiertos en las almas ajenas al caos.

Entonces, las calles empiezan a dejar de ser sinónimo de lugar agreste, pérfido. El palacio de gobierno ya casi no intimida. Los vidrios del descapotable están empañados. Y la soledad es la fiel compañía para el viejo cartonero antes de otro amanecer, que romperá con la magia de la vida en los suburbios de las horas sin nombre, ni cronología.

Camina bajo la luz tenue que los tibios han colocado en las calles. Los recuerdos siguen inmanentes. La música lacera. Pero el caos empieza a ser la mejor vitamina para volver entretenida esa desdicha, a caso no del todo terrible, en esa inmortalidad que pronuncia estar presente, aunque el olvido (esa otra muerte) persiga la indignidad de los trabajos aplastados por una economía superior que se alimenta, justamente, de los “indignos”.

El poder de la locura, a veces, hace que la exaltación devenga creativa, a favor de un arte que rompe las pieles de las almas endurecidas por los números de la derrota social. No hay placer sin altruismo callejero. Ni perro vagabundo que no haya muerto más de una vez antes de levantarse. Entonces el cartonero pasea por las calles, ahora anchas y desvariadas, sin esquinas ni extensión. Calles vacías de sentido, llenas de euforias efímeras, cargadas de gente que sólo está.

Sentado bajo un árbol robusto y una noche infinita, el cartonero saborea el último pucho, entre cartones y rencores ajenos, militando en cierta filantropía que raya, para esa hora, la incordura y la ignominia hacia tan lejana realidad. El escenario se completa con un cartel diminuto, casi un esténcil rebelde, de color rojo ladrillo, que persevera en la idea de lo absoluto: “Sólo sé que todo debe variar”. El aire es frío y llueve sobre la calle, aunque en la plaza se haya posado un calor seco de verano desértico y vientos mutilados por el abandono perenne de las torturas carentes de significado. Entonces comprende que tal vez es hora de encender un habano imaginario y dejar que la transpiración de las masas laven los intersticios de los abusos de poder, que abandonan la razón y sepultan las ganas.

Sólo un manual es prescindible para quienes abominan el mundo nocturno: la calle. La calle sin más pergaminos que la experiencia hecha a escondidas de la luz. Esa calle desnuda, impune, frágil y fuerte, transparente, que oculta y que destapa lo que la lujuria superficial no deja salir de la vida subterránea.

Esa calle que no discrimina, que hace el amor con los indeseados y que se deja copular por los de alma blanda. Ahí está el cartonero viejo, subyugando la marea que le brinda ese mundo que es varios mundos a la vez y que en cada partícula de vida deviene en muchas más historias que no se acaban, que dejan sus sonidos y hasta sus silencios, cargados de misantropía, en la cabeza, sin que esos espejismos se vayan alguna vez, durante el día, a mostrar lo que la calle nocturna mostró y ocultó en horas intensas, en lugares redescubiertos. Fiebres momentáneas, cargadas de alcohol y surrealismo, culto a la evasión predestinada, que ocuparon espacios y dirimieron lugares nuevos, sensaciones olvidadas y personas no conocidas.

El cartonero, casi un insecto demente, imbuido en un corral sin paredes ni techos, corrobora lo inexplicable y se dice que no vale aquel esténcil en un mar enorme, en el que casi nadie sabe que la cabeza del otro tiene sus propios escondites. Laberintos que nunca se basan en la amistad pura, porque el mundo y todos los mundos de cada calle sin esquina ni banquina encierran sólo miedos a la existencia y relaciones por necesidad.

Hay una cantidad moderada de cartones en el carro sin ruedas. La noche amenaza con disiparse. Las calles siguen llenas y vacías. Son casi las 5 de una madruga ambivalente, enredada entre la pestilencia de riachuelo bonaerense y la fragancia pura de bosque mesopotámico. Los aires ya no tienen tal vez la pureza de las horas de alcohol, ni la valentía de la voz en la oscuridad. En la mañana el anonimato de forastero se perderá en el orgullo de la urbe que levanta su persiana. El viejo cartonero ríe. El efecto de la evasión, el intento más cercano a filosofía callejera, se derriba y las ropas vuelven, de a poco, a tener los agujeros de siempre, la mancha en el mismo lugar. Esa misma tachadura en la frente que imponen las Sociedades Anónimas.

Una mínima colilla de cigarrillo queda sola en un baldío sucio y polvoriento, que antes fue plaza. Amanece, el viejo cartonero llega a su rancho, derruido, cobarde ante la majestuosidad de las grandes urbes. En el panteón de la miseria lo espera un mate con yerba lavada al sol. La indigencia sigue, inmanente a la luz de otro día, tan cobarde y desprovista de sentimientos. Más tarde, el descapotable lo pasará a buscar.

Pablo Zama