lunes, 13 de julio de 2009

La guerra



Ha caído un amigo en combate y parece que ya no hay vuelta. Y será así hasta que la guerra no cese. Será así para siempre. La guerra vive en la memoria de los que la padecieron. Rara vez esas huellas se sublevan para dejar de ser esas tremendas marcas que permanecen y vuelven con cada estridencia de algún relámpago perdido en una noche vacía y podrida en medio de la nada. La guerra no cesa jamás, más allá que la guerra sea, a veces, sólo un recuerdo. En esta noche ha vuelto a caer en combate un amigo y he visto esa caída mortuoria, mientras mis gritos de alarma se desvanecían en la oscuridad petulante en la que creí que el adversario era aquella tropa desconocida que acechaba la isla. Me despierto de a ratos en esta tempestad interna y me doy cuenta que el adversario real es la muerte. La muerte sin más etiquetas que ese salto al vacío desesperante. Todavía tengo en mi mente grabados a fuego: el ruido frío y seco del seguro de la pistola desplazándose para dejar habilitado el gatillo; los breves y casi imperceptibles roces crepusculares del hierro helado del caño negro de la nueve milímetros en la cara de su asesinado; el propio gatillazo sobre la frente de mi ahora finado amigo; y, por último, el fogonazo feroz, el destello certero, que acabó con el camino hacia el vacío de un soldado. Entonces grito otra vez con el recuerdo. Leo, reproducidas en una revista, las palabras de un tal Clausewitz: “La guerra es la política por otros medios”. La frase célebre me sirve para evaluar el por qué de esta criminalidad. Y vuelvo a gritar un grito lacerante de putrefacción interna. Grito como si alguien me fuera a escuchar. Pero la guerra ha terminado. Aunque de todos modos, se quiere quedar a vivir en la memoria. Sigo encerrado en este espacio cercado por cerros pelados y fríos, a veces con las cimas recubiertas del blanco del invierno. Especulo con que de un momento a otro el adversario, que ya no es otro que la muerte, va a venir por mi amigo, y yo (atónito y con los ojos salidos hacia el miedo y la avaricia que en ese milésimo instante sólo quiere cuidar la propia vida como manda el “sálvese quien pueda” de las sociedades en “crecimiento y desarrollo”) no puedo hacer nada, otra vez, para evitar el ruido lacerante del gatillo en movimiento y el posterior fogonazo. Tampoco creo que pueda mirar la cabeza de mi amigo, moliéndose en pedazos deformes, deshaciéndose debajo de la tormenta y escuchar la risa de su ejecutor que ríe de terror y desaliento hacía la existencia. Toda guerra implica la pérdida, para siempre, de la vida de todos y cada uno de sus participantes. La guerra es la propia muerte desde que empieza. Y la guerra, una vez que empieza, no termina más. Entonces paseo la pistola por mis sienes y siento que vuelvo a la adrenalina de aquella noche sepultada en la memoria colectiva de los que no estuvieron ahí, los que jamás sintieron mecerse sobre sus vísceras el torpor, la claudicación y un deseo incalculable de caer en combate para no seguir después, pasados los tiempos y los sonidos bélicos, viviendo la guerra. Confieso que envidio a mi amigo. Aunque de vez cuando, en esos momentos en que trato de entender la ferocidad del desprecio entre los seres humanos que acechan con su modernidad vacía, hueca de sentimientos, palidecida por la falta de ideas; en esos instantes de fundamentada sensación de misantropía, siento el gatillazo, el fogonazo, el remezón en mis vísceras y la explosión de mi cabeza, que estalla a pedazos, como si yo mismo estuviera cayendo en un combate que ni siquiera me elevará a la calidad de héroe pos mortem. Cuál es la guerra entonces. La guerra es ver caer a cada rato a ese amigo por el fogonazo estridente de una pistola social, en manos de la miseria humana. La guerra es ese amigo que se muere de hambre en una villa, ejecutado, mutilado, despedazado, por este juego de ajedrez arrasador que a veces tiene el nombre de política y en otros casos tiene, inclusive, hasta el nombre de justicia social. La guerra es, por lo tanto, también, y pese a ello, el progreso material de la humanidad, que se deshumaniza en ese proceso y que se olvida de su calidad de humana, perimida en los detalles. Mi amigo está gritando cuando siente en su cabeza el frío seco del caño negro de la nueve milímetros dispuesta a empezar con los gatillazos. Pero yo no lo escucho, ni puedo mirar su cabeza deshaciéndose en el aire. Pese a que se me acalambran las vísceras con el estupor que me ocasiona el acontecimiento. Mi amigo es molido a disparos, igual que aquel pibe que es fusilado moralmente por un padre violento que lo maldice porque otra vez no llevó plata al rancho. Esa es la guerra. Es un hombre que ya no puede pararse por la presión de los litros de aquel alcohol barato que ya duermen en sus venas, que está sucio, desamparado, sin rumbo y que aguanta, como puede, las risas y las burlas de aquellos jóvenes que imitan los chistes del programa de TV de la noche. El cuerpo de mi amigo empieza a caer casi en cámara lenta, en medio del campo, sobre una tierra dura y desamparada después de haber sido acribillado a balazos. El olor a pólvora me hace estornudar un estornudo de miedo, de desolación. Un estornudo que intenta sacar la opresión que tengo en el alma cuando me doy cuenta que algunos disparos arrebataron una vida y, con ella, otras vidas más por el efecto dominó que un asesinato por la supervivencia causa en la cadena de afectos del caído. Es de noche otra vez, y fumo como todas las noches desde que mi amigo cayó vencido por un arma de fuego. Fumo sin parar y las pastillas que también consumo cada madrugada no logran vaciarme de ese recuerdo que no es tan recuerdo, de esas imágenes que veo a diario. Eso es la guerra. Al lado del cuerpo de mi amigo hay un pibe mugriento, con los ojos llenos de una tristeza acostumbrada que se traduce ahora en una mirada dura y rebelde, una mirada que empieza a perderse en las imágenes de fantasías concretadas en un mundo ilusorio, construido por la inhalación continua de los pegamentos. Ha caído un amigo en plena batalla, antes de darle tiempo a la noche para que por lo menos muestre una cercanía con su culminación en otro amanecer. Hay olor a muerte ya, a cadáver podrido. Mi amigo tiene los ojos en blanco. La batalla se despedaza con cada muerte que acarrea en la isla. Yo no puedo dormir todavía. En la carpa de la resistencia armada de mi pueblo tomo agua sucia. La arenilla del vaso se me mete entre los dientes. Siento más tiros. Han pasado casi tres décadas desde aquel fusilamiento. Sigo escuchando esas detonaciones y salgo a la calle, pedregosa todavía, para presenciar la vida. Camino media cuadra entre el polvo que emerge de la tierra suelta entre las piedras de la calle vieja y el humo que cimenta la presencia del desarrollo. Un presentimiento de llanto amargo me invade. Veo venir a mi verdugo, pero no huyo, sino que, más aún, me le acerco sin pausa, aunque no camino muy rápido. Diez segundos después, un fogonazo me paraliza. Siento un ardor de incertidumbre ante la nada en mi pecho de tantas batallas grises. El ardor penetra y se expande por todo el cuerpo. Empiezo a caer. Hay gente en la calle, pero nadie atina a levantarme por miedo a irse también hacia la muerte contagiados por mi propio estado de moribundo abandonado. Siento las miradas cada vez más lejos. Mi amigo pasa cerca y veo como le explota su cabeza y se le rompe en pedazos sin que yo pueda, ni quiera ya, parar su caída. Siento otro fogonazo encima de los dos. Alguien, muy cerca se ríe de risa aturdida y siniestra, alguien se burla también de su propia existencia, con una pistola de caño frío y negro en su sien derecha que representa el vacío de su propia vida en desesperación. Empiezo a cerrar los ojos. Nadie se acerca. Siento dos detonaciones más antes de olvidarme de mi amigo para siempre. El ardor en el pecho desaparece. Todo desaparece. Las imágenes se evaporan tan rápido como empiezo a sentir el cese de la angustia. Demasiado cerca de la calle pedregosa, alguien, que en una batalla expulsada de la memoria colectiva fusiló a un soldado desamparado, celebra con bebidas alcohólicas y mujeres ardientes y pagas la muerte a un recuerdo que intenta evadir; mientras envidia la suerte corrida por su propio asesinado en batalla. En la TV alguien recuerda aquella contienda y festeja, una vez más, su resultado. Otros esperan que el efecto de ese recuerdo filtrado y traducido en gloria repercuta en las bolsas de comercio. La mayoría sólo trabaja para comer y sobrevive, como puede, a los golpes de la cotidianeidad. Desde el Poder Ejecutivo lanzan un cese el fuego mínimo hacia la marginalidad, con prebendas pre-elecciones. Hay cada vez más palabras que, juntas, callan la verdad en el pueblo. Y un bebé acaba de salir, desnudo y arrojado al mundo, de un útero joven en este contexto de defunciones y nacimientos paralelos. Esa, creo, es la guerra.


Pablo Zama

viernes, 3 de julio de 2009

Andamios



Los ojos todavía abiertos, desgastados por la vigilia, recubiertos de miel perecedera. Tu sien recostada sobre mi hombro y ese aroma a flores que se sujetan a la mansedumbre de la tarde-noche. Somos vientos que resucitan, emergidos del ostracismo, jugando el juego de la incertidumbre dentro de la certeza de este andamio, caminando el espejismo de los sentimientos. No hay palabras, permanecemos en la intención de pertenecer. Los ojos como fusiles, las llagas como camino del tiempo y el miedo, el misterioso y terrible miedo, a dejar de decirnos eso que callamos. Todo pasa a ser pasión, la cara tras las rejas de la realidad gritan los eufemismos que ya todos comulgan. Dos gotas en el mar, nada. Un cuerpo como destino sangrante de lo contundente se mece sobre las cimas de un deseo común pero excepcional. Otra batalla sin definir, entre espasmos de un día singular, sopor de un anochecer calmo de calma mugrienta y seca. La sequedad de los recuerdos corren despavoridos, hay luz en medio del aroma a pestilencia de los embates, pero sin embargo estamos acostumbrados a estar en hipnosis tranquilizante. Pegados los ojos sobre los vidrios húmedos, esperando como aquellos que lloran por lo que se fue pero que jamás abandonan, el día transcurre, las horas pasan, la servidumbre de estos precoces gozos se muelen en la contingencia, o se paralizan en las sombras del deseo puro. Entonces lloramos de hambre y de amor. Jugamos con nuestras ganas contrariadas de pertenecer o entregar espacios a lo desconocido. Asumimos que toda proyección es deleznable por cuanto no admite limitaciones reales. Perseguimos un camino secreto que se muestra, a raudales, cercado por el abismo de una pureza inexistente. Pero seguimos.
Pablo Zama