jueves, 2 de diciembre de 2010

November Rain




Suicide & Redemption, de Metallica, retumbaba desde la iglesia. Pero esta vez no habría rescate.

La imagen de rota fidelidad se sellaba sobre las escalinatas: la pareja encima de silencios que esconden fisuras imposibles de suturar (flashback no completo).

Un tiempo antes: ya era de noche, otra fecha. La rubia salía del clóset y seguía su camino de desvarío y caos. Franco Ruggeri también jugaba. Era fines de año par. Dos veinteañeros confluían en una madrugada cualquiera, como si el tiempo se devolviera en la carrera acelerada hacia la fugacidad de miseria que tiene el vacío. El sabor a vértigo y placer de la trampa: sienes acostumbradas al esquivo.  

No tan lejos –en el tiempo- los truenos lanzaban otra explosión metalera: All Nightmare Long. El cielo se volvía laberinto sombrío.

Pero en la noche de fines de año par, no había sospechas sobre la contraepifanía: de cuando Ruggeri iba a confesar su nombre de guerra, con la sonoridad de la sorpresa, que estalla de las gargantas sin códigos (otra vez: flashback no completo). Antes, preferían vivir ese instante bélico entre sexos. Ella esa vez no pensaba en parodiar a Civil War; los Guns fueron cambiados por un gusto común: la bandita reggae local. "Yes my lord", escuchó Ruggeri de sus labios impuros, y comprendió que el juego empezaba.

Ley de touch and go, en una noche casi monótona. Un instante que después pretende perderse en la amnesia que todo tapa. La memoria que elige el olvido, en las mentes selectivas de dos de los tantos encolumnados en la ruta de lo apócrifo y superficial. Risas rubias que el boomerang después vuelve llanto desasosegado.

El aroma fresco a flores de ella quedó impregnado en el recuerdo de Ruggeri. Era un secreto bajo llave entre dos casi desconocidos. Pero la reminiscencia de esa fugacidad caía en otra noche de excesos, y la boca-código de Franco Ruggeri ya no podía ser contenida. 

Ruggeri, vaso séptimo en mano, esclarecidas sus sienes, rotas por el alcohol las cadenas que se oponen metódica y rutinariamente a la verborragia -contando sobre cierta situación repentina con otra mujer de paso- iba a pronunciar su nombre de guerra único, inconfundible, sobre la mesada quieta del bar.     

Suicide –sin- redemption. Metallica retumbaba a veces en la mente, destruyendo las ventanas, mientras empezaba a desmoronarse una vida a orillas oscuras de la mentira.

La rubia nunca imaginó que empezaba a estar en boca de muchos: hasta que su novio, enterado por una misiva anónima sobre aquella aventura nocturna -después de la confesión de Ruggeri-, se lo iba a hacer saber en medio del desquicio por la certeza de la traición.

Tal vez había sido un November Rain... Y los Guns ya no sonarían nunca más igual.



Pablo Zama 

sábado, 6 de noviembre de 2010

Guerra Linares



Cincuenta minutos y medio de un partido demasiado estirado por el árbitro. El Manco García Sosa saca del arco. La pelota vuela, como si no fuera a volver jamás, y recorre todo el campo local. La pelota estalla en la cabeza del Gordo Juan Francisco Guerra Linares, pasando el mediocampo, cerca de la mata de pasto más oscura de ese centro. El relator no lo nombra con todas las letras: le dice simplemente “el Gordo”. Guerra Linares carece de buena reputación: fue ídolo de la contra. El Gordo baja el balón como si fuera una bailarina clásica. La gente, arremolinada en las esquinas de la cancha, pide el pase para el Negro Centurión (alto y de rasgos espesos: el centrodelantero del equipo). El tiempo se desvanece bajo el sol que ya choca con las sierras. Los pies llenos de barro del grandote Centurión esperan el balón. Centurión es el verdugo histórico del rival. El técnico Sacripanti también indica el pase. El Gordo continúa con la bocha debajo de la suela. Cincuenta minutos y medio de un reloj estático, estancado en los abismos de los segundos finales en el fútbol, cuando las piernas se mueven más que los números del cronómetro. En el pueblo algunos dicen que Centurión -policía los días de semana- armó la detención de Guerra Linares en la final anterior. El Negro fue el ídolo de esa tarde ventosa, el Gordo lloró en una celda fría. Ese rumor viaja por el aire y atraviesa los domingos, igual que el aroma a leña calcinada de los mediodías, cada vez que hay partido. “Algún día va a pasar algo grave”, no se cansa de repetir el panadero Sacripanti. La bocha sigue en los pies del Gordo, que ahora sí parece calcular el pase en diagonal para que Centurión alcance la gloria en la final del cuadrangular y ese grito lo eternice. Entonces el Negro espera, y de su garganta sale el “dame, dame” desesperado. Un sólo recuerdo atraviesa la mente de Guerra Linares en ese momento. El Gordo le hace señas al Negro: “Ahí, ¡ahí!”. Centurión da dos pasos a la derecha, sigue corriendo. La mueca en las comisuras de la boca de Guerra Linares, los ojos asesinos y el semblante irónico, oscurecido por un halo de espesura profunda, no son visualizados por Centurión, que ya corre a centímetros del área chica. Guerra Linares hamaca la zurda encima del balón, sonríe otra vez, y ahora sí, la suelta en diagonal… en el instante justo en el que el centrodelantero no ve el poste.



Pablo Zama

lunes, 19 de julio de 2010

Material descartable


A veces corren. A veces vuelan como pájaros indefensos. La turbulencia de las calles, la peste de las capitales, les apagan los ojos. A veces prefieren un poco de silencio. Guardan infinitos secretos, que jamás serán develados. A veces tienen frío.

Quién va a preguntar por ellos, si en el abismo las respuestas escasean. Generalmente viajan a dimensiones insalvables. Y… quién sabe… la vida tajea la frente de los indefensos, o los somete al desierto de las imposturas. Y ahí pierden, porque no hay manera, a veces, de tapar el sello que llevan en las sienes: son un número perdido en la constelación de las convenciones, que siempre los dejan afuera y sin abrigo. A veces hasta deciden parar, un momento, pero lo que no se detiene es la demolición de sus anhelos.

Las palabras no pueden, jamás, describir el vacío. Las palabras no pueden calmar el hambre. Las palabras son un conjunto de necias respuestas que no llevan a soluciones, cuando lo que duele es la mugre de las capitales. El grito no sirve. Las utopías sociales son un monstruo latente que duerme en la rutina, y siempre duerme, por la desconfianza permanente del que se ríe del abismo.

El viaje, para ellos, es pasar el día, y el tránsito hacia el final no tiene destinos fijos. Se acostumbran a la inestabilidad, acortando el tiempo objetivo con el viaje en pegamento. A veces se evaden o siempre se evaden, poco les queda, porque poco es lo que le deja la sociedad, que corre a ningún lado. En esta loca carrera no hay que detenerse, ni un segundo, la velocidad es el sustento de la permanencia. Las capitales están llenas de autitos chocadores que merodean la vida, pero que no viven. Y están los sinrostro, que no viven porque fueron excluidos de los planes de la vida, o de la construcción de esa ficticia y adornada manera de estar en el mundo. De cualquier modo, tampoco viven.

A veces tienen alegrías, cuando un golpe de suerte se posa encima del destino que no manejan. Son pocas las veces que ríen de risa auténtica, de esa risa que llega desde las entrañas. Muros de ansiedades y frustraciones se levantan en las frentes. Días, horas, minutos se deshacen en la intemperie de esas almas. A veces ríen. Ya es tarde. Están atrapados en el mundo. No tienen rostro, para las sociedades anónimas. Son un número en las calles. Pertenecen a esa permanente excusa diaria que los etiqueta: mano de obra barata, material descartable.


Pablo Zama