sábado, 6 de noviembre de 2010

Guerra Linares



Cincuenta minutos y medio de un partido demasiado estirado por el árbitro. El Manco García Sosa saca del arco. La pelota vuela, como si no fuera a volver jamás, y recorre todo el campo local. La pelota estalla en la cabeza del Gordo Juan Francisco Guerra Linares, pasando el mediocampo, cerca de la mata de pasto más oscura de ese centro. El relator no lo nombra con todas las letras: le dice simplemente “el Gordo”. Guerra Linares carece de buena reputación: fue ídolo de la contra. El Gordo baja el balón como si fuera una bailarina clásica. La gente, arremolinada en las esquinas de la cancha, pide el pase para el Negro Centurión (alto y de rasgos espesos: el centrodelantero del equipo). El tiempo se desvanece bajo el sol que ya choca con las sierras. Los pies llenos de barro del grandote Centurión esperan el balón. Centurión es el verdugo histórico del rival. El técnico Sacripanti también indica el pase. El Gordo continúa con la bocha debajo de la suela. Cincuenta minutos y medio de un reloj estático, estancado en los abismos de los segundos finales en el fútbol, cuando las piernas se mueven más que los números del cronómetro. En el pueblo algunos dicen que Centurión -policía los días de semana- armó la detención de Guerra Linares en la final anterior. El Negro fue el ídolo de esa tarde ventosa, el Gordo lloró en una celda fría. Ese rumor viaja por el aire y atraviesa los domingos, igual que el aroma a leña calcinada de los mediodías, cada vez que hay partido. “Algún día va a pasar algo grave”, no se cansa de repetir el panadero Sacripanti. La bocha sigue en los pies del Gordo, que ahora sí parece calcular el pase en diagonal para que Centurión alcance la gloria en la final del cuadrangular y ese grito lo eternice. Entonces el Negro espera, y de su garganta sale el “dame, dame” desesperado. Un sólo recuerdo atraviesa la mente de Guerra Linares en ese momento. El Gordo le hace señas al Negro: “Ahí, ¡ahí!”. Centurión da dos pasos a la derecha, sigue corriendo. La mueca en las comisuras de la boca de Guerra Linares, los ojos asesinos y el semblante irónico, oscurecido por un halo de espesura profunda, no son visualizados por Centurión, que ya corre a centímetros del área chica. Guerra Linares hamaca la zurda encima del balón, sonríe otra vez, y ahora sí, la suelta en diagonal… en el instante justo en el que el centrodelantero no ve el poste.



Pablo Zama