Suicide & Redemption, de Metallica, retumbaba desde la iglesia. Pero esta vez no habría rescate.
La imagen de rota fidelidad se sellaba sobre las escalinatas: la pareja encima de silencios que esconden fisuras imposibles de suturar (flashback no completo).
Un tiempo antes: ya era de noche, otra fecha. La rubia salía del clóset y seguía su camino de desvarío y caos. Franco Ruggeri también jugaba. Era fines de año par. Dos veinteañeros confluían en una madrugada cualquiera, como si el tiempo se devolviera en la carrera acelerada hacia la fugacidad de miseria que tiene el vacío. El sabor a vértigo y placer de la trampa: sienes acostumbradas al esquivo.
No tan lejos –en el tiempo- los truenos lanzaban otra explosión metalera: All Nightmare Long. El cielo se volvía laberinto sombrío.
Pero en la noche de fines de año par, no había sospechas sobre la contraepifanía: de cuando Ruggeri iba a confesar su nombre de guerra, con la sonoridad de la sorpresa, que estalla de las gargantas sin códigos (otra vez: flashback no completo). Antes, preferían vivir ese instante bélico entre sexos. Ella esa vez no pensaba en parodiar a Civil War; los Guns fueron cambiados por un gusto común: la bandita reggae local. "Yes my lord", escuchó Ruggeri de sus labios impuros, y comprendió que el juego empezaba.
Ley de touch and go, en una noche casi monótona. Un instante que después pretende perderse en la amnesia que todo tapa. La memoria que elige el olvido, en las mentes selectivas de dos de los tantos encolumnados en la ruta de lo apócrifo y superficial. Risas rubias que el boomerang después vuelve llanto desasosegado.
El aroma fresco a flores de ella quedó impregnado en el recuerdo de Ruggeri. Era un secreto bajo llave entre dos casi desconocidos. Pero la reminiscencia de esa fugacidad caía en otra noche de excesos, y la boca-código de Franco Ruggeri ya no podía ser contenida.
Ruggeri, vaso séptimo en mano, esclarecidas sus sienes, rotas por el alcohol las cadenas que se oponen metódica y rutinariamente a la verborragia -contando sobre cierta situación repentina con otra mujer de paso- iba a pronunciar su nombre de guerra único, inconfundible, sobre la mesada quieta del bar.
Suicide –sin- redemption. Metallica retumbaba a veces en la mente, destruyendo las ventanas, mientras empezaba a desmoronarse una vida a orillas oscuras de la mentira.
La rubia nunca imaginó que empezaba a estar en boca de muchos: hasta que su novio, enterado por una misiva anónima sobre aquella aventura nocturna -después de la confesión de Ruggeri-, se lo iba a hacer saber en medio del desquicio por la certeza de la traición.
Tal vez había sido un November Rain... Y los Guns ya no sonarían nunca más igual.
Pablo Zama