domingo, 10 de mayo de 2009

Caos




los pies encima de las nubes


perdidos los rastros de las muertes


un mínimo de indignidad en la luz tenue


los sonidos socaban el grito de esas vísceras


el hambre arrecia desde el fondo de la inmundicia


y este atril oscuro


este fondo con letras decaídas en un grafiti de paredón


todo eso se subleva para infartar las sienes


la villa, la oscuridad, la plegaria desvanecida


un grito seco y amorfo


tras una imagen aterradora por TV


han consumido el tiempo subjetivo


los espacios, la voluntad, el deber ser


un acto en el palacio de la gobernación


otra bala que se comió a otro infeliz


un NN dejó de competir la vida


sumido en un fármaco


mierda y miedo, calles espantadas


gritos de guerra, gritos de llantos,


gritos desesperados de un NN que rasguña la pared


las manos ahuecadas por el sudor ácido


arte sobre arte


y espejismo solapado en una 4x4


el arte de copiar y copiar hasta que las vísceras ardan


días grises y soleados, gargantas sordas


los pibes callejean desorientados, consumidos


las mentes siguen sobre las nubes


un gol de baldío


guardería de la realidad que se teme


el miedo persigue la desolación


las manos se pierden en un aneurisma eterno


una cerveza, los tiros en la noche vacía


un disparo en la sien


la “economía de mercado” se comió a otro pobre


humo sobre letras de humo,


el diario lo calló todo


y hay un mundo en donde las premisas valen


pero las tesis sobran


un arcoíris que esquiva el silencio de hospital


pestes devenidas de sofismas permitidos


en la esquina, vive el desvarío y la opresión


detrás de un murallón, un perro vagabundo resiste


alguien inhala pegamento en la calle


en los conventillos se baten a duelo por una puta


¿y acá?, sólo dos palabras, una plegaria, pedidos sin fin: “un pucho”



Pablo Zama

sábado, 9 de mayo de 2009

Viaje




El viejo cartonero se despierta en la noche y recorre un trago amargo, magro, hacia el destino infinito. Detrás de cada pared siempre hay un desesperado que espera, perturbado, que la desidia cese. Hay quienes esperan, también, que un sorbo infeliz de veneno los borre de los tiempos. Pero el tiempo perdido es irremisible, la otra muerte (a decir de Borges, el olvido) ya está en ciernes. En esta noche de cervezas, Sabina y transgresiones el cartonero está afuera, noctámbulo, sereno. El caos de la urbe, el caos que tritura la paz, reside en esta noche. Pero el viejo está sereno, sin embargo.

Un pucho ha caído, en esta noche, al vacío que tienen como destino los puchos cuando dejan de pertenecer al grupo de los aprovechables. Al lado, un charco de agua sucia se figura mediocre en una esquina sin nombre, muy cerca del descapotable de un funcionario, tal vez corrupto. Un cuadro surrealista, mínimo, culto a la imaginación esotérica, se despliega en un cartón, mientras Pink Floyd llena el vacío repleto de ostracismo de un pobre cartonero que se debate entre la miseria y el delito. En otro rincón, alguien rasguña una pared con locura, es la impotencia que acribilla la estabilidad.

El sonido del silencio de las madrugadas perturba. Alguien camina sólo en la noche, descubriendo otros submundos. El descapotable frena a media cuadra. Dos prostitutas suben al auto, que va camino a una noche de lujuria. Hay neblina. El cartonero mira con la impasibilidad del acostumbramiento. El vehículo ya se perdió en la penumbra. Un perro solitario ladra, con bronca, bajo una muy tenue luz que se percibe desde las calles del miedo.

Muy cerca de la plaza central hay olor a muerte, a vacío y espasmos en la cornisa. En el palacio de la gobernación ya los perros no aúllan, el silencio es un bien convenido. El poder invisible genera otras fisuras imposibles de ver. Hay escapismos en las noches, muertes sin nombres y honores derribados por la euforia en masa. Hay mundos bifurcados, imanes que raptan los derechos, ruidos que ya no emiten sonidos.

Ese viejo cartonero experimentado traza sobre los cartones una vida no del todo infeliz. Con algo de rock ochentoso en la mente sutura los recuerdos que le rompen las vísceras. Son calambres en el alma, le dice Charly a las 4 AM de un invierno apócrifo, frío y vituperado, traspasado, por la ceguera de los desiertos en las almas ajenas al caos.

Entonces, las calles empiezan a dejar de ser sinónimo de lugar agreste, pérfido. El palacio de gobierno ya casi no intimida. Los vidrios del descapotable están empañados. Y la soledad es la fiel compañía para el viejo cartonero antes de otro amanecer, que romperá con la magia de la vida en los suburbios de las horas sin nombre, ni cronología.

Camina bajo la luz tenue que los tibios han colocado en las calles. Los recuerdos siguen inmanentes. La música lacera. Pero el caos empieza a ser la mejor vitamina para volver entretenida esa desdicha, a caso no del todo terrible, en esa inmortalidad que pronuncia estar presente, aunque el olvido (esa otra muerte) persiga la indignidad de los trabajos aplastados por una economía superior que se alimenta, justamente, de los “indignos”.

El poder de la locura, a veces, hace que la exaltación devenga creativa, a favor de un arte que rompe las pieles de las almas endurecidas por los números de la derrota social. No hay placer sin altruismo callejero. Ni perro vagabundo que no haya muerto más de una vez antes de levantarse. Entonces el cartonero pasea por las calles, ahora anchas y desvariadas, sin esquinas ni extensión. Calles vacías de sentido, llenas de euforias efímeras, cargadas de gente que sólo está.

Sentado bajo un árbol robusto y una noche infinita, el cartonero saborea el último pucho, entre cartones y rencores ajenos, militando en cierta filantropía que raya, para esa hora, la incordura y la ignominia hacia tan lejana realidad. El escenario se completa con un cartel diminuto, casi un esténcil rebelde, de color rojo ladrillo, que persevera en la idea de lo absoluto: “Sólo sé que todo debe variar”. El aire es frío y llueve sobre la calle, aunque en la plaza se haya posado un calor seco de verano desértico y vientos mutilados por el abandono perenne de las torturas carentes de significado. Entonces comprende que tal vez es hora de encender un habano imaginario y dejar que la transpiración de las masas laven los intersticios de los abusos de poder, que abandonan la razón y sepultan las ganas.

Sólo un manual es prescindible para quienes abominan el mundo nocturno: la calle. La calle sin más pergaminos que la experiencia hecha a escondidas de la luz. Esa calle desnuda, impune, frágil y fuerte, transparente, que oculta y que destapa lo que la lujuria superficial no deja salir de la vida subterránea.

Esa calle que no discrimina, que hace el amor con los indeseados y que se deja copular por los de alma blanda. Ahí está el cartonero viejo, subyugando la marea que le brinda ese mundo que es varios mundos a la vez y que en cada partícula de vida deviene en muchas más historias que no se acaban, que dejan sus sonidos y hasta sus silencios, cargados de misantropía, en la cabeza, sin que esos espejismos se vayan alguna vez, durante el día, a mostrar lo que la calle nocturna mostró y ocultó en horas intensas, en lugares redescubiertos. Fiebres momentáneas, cargadas de alcohol y surrealismo, culto a la evasión predestinada, que ocuparon espacios y dirimieron lugares nuevos, sensaciones olvidadas y personas no conocidas.

El cartonero, casi un insecto demente, imbuido en un corral sin paredes ni techos, corrobora lo inexplicable y se dice que no vale aquel esténcil en un mar enorme, en el que casi nadie sabe que la cabeza del otro tiene sus propios escondites. Laberintos que nunca se basan en la amistad pura, porque el mundo y todos los mundos de cada calle sin esquina ni banquina encierran sólo miedos a la existencia y relaciones por necesidad.

Hay una cantidad moderada de cartones en el carro sin ruedas. La noche amenaza con disiparse. Las calles siguen llenas y vacías. Son casi las 5 de una madruga ambivalente, enredada entre la pestilencia de riachuelo bonaerense y la fragancia pura de bosque mesopotámico. Los aires ya no tienen tal vez la pureza de las horas de alcohol, ni la valentía de la voz en la oscuridad. En la mañana el anonimato de forastero se perderá en el orgullo de la urbe que levanta su persiana. El viejo cartonero ríe. El efecto de la evasión, el intento más cercano a filosofía callejera, se derriba y las ropas vuelven, de a poco, a tener los agujeros de siempre, la mancha en el mismo lugar. Esa misma tachadura en la frente que imponen las Sociedades Anónimas.

Una mínima colilla de cigarrillo queda sola en un baldío sucio y polvoriento, que antes fue plaza. Amanece, el viejo cartonero llega a su rancho, derruido, cobarde ante la majestuosidad de las grandes urbes. En el panteón de la miseria lo espera un mate con yerba lavada al sol. La indigencia sigue, inmanente a la luz de otro día, tan cobarde y desprovista de sentimientos. Más tarde, el descapotable lo pasará a buscar.

Pablo Zama