A veces corren. A veces vuelan como pájaros indefensos. La turbulencia de las calles, la peste de las capitales, les apagan los ojos. A veces prefieren un poco de silencio. Guardan infinitos secretos, que jamás serán develados. A veces tienen frío.
Quién va a preguntar por ellos, si en el abismo las respuestas escasean. Generalmente viajan a dimensiones insalvables. Y… quién sabe… la vida tajea la frente de los indefensos, o los somete al desierto de las imposturas. Y ahí pierden, porque no hay manera, a veces, de tapar el sello que llevan en las sienes: son un número perdido en la constelación de las convenciones, que siempre los dejan afuera y sin abrigo. A veces hasta deciden parar, un momento, pero lo que no se detiene es la demolición de sus anhelos.
Las palabras no pueden, jamás, describir el vacío. Las palabras no pueden calmar el hambre. Las palabras son un conjunto de necias respuestas que no llevan a soluciones, cuando lo que duele es la mugre de las capitales. El grito no sirve. Las utopías sociales son un monstruo latente que duerme en la rutina, y siempre duerme, por la desconfianza permanente del que se ríe del abismo.
El viaje, para ellos, es pasar el día, y el tránsito hacia el final no tiene destinos fijos. Se acostumbran a la inestabilidad, acortando el tiempo objetivo con el viaje en pegamento. A veces se evaden o siempre se evaden, poco les queda, porque poco es lo que le deja la sociedad, que corre a ningún lado. En esta loca carrera no hay que detenerse, ni un segundo, la velocidad es el sustento de la permanencia. Las capitales están llenas de autitos chocadores que merodean la vida, pero que no viven. Y están los sinrostro, que no viven porque fueron excluidos de los planes de la vida, o de la construcción de esa ficticia y adornada manera de estar en el mundo. De cualquier modo, tampoco viven.
A veces tienen alegrías, cuando un golpe de suerte se posa encima del destino que no manejan. Son pocas las veces que ríen de risa auténtica, de esa risa que llega desde las entrañas. Muros de ansiedades y frustraciones se levantan en las frentes. Días, horas, minutos se deshacen en la intemperie de esas almas. A veces ríen. Ya es tarde. Están atrapados en el mundo. No tienen rostro, para las sociedades anónimas. Son un número en las calles. Pertenecen a esa permanente excusa diaria que los etiqueta: mano de obra barata, material descartable.
Pablo Zama