jueves, 2 de diciembre de 2010

November Rain




Suicide & Redemption, de Metallica, retumbaba desde la iglesia. Pero esta vez no habría rescate.

La imagen de rota fidelidad se sellaba sobre las escalinatas: la pareja encima de silencios que esconden fisuras imposibles de suturar (flashback no completo).

Un tiempo antes: ya era de noche, otra fecha. La rubia salía del clóset y seguía su camino de desvarío y caos. Franco Ruggeri también jugaba. Era fines de año par. Dos veinteañeros confluían en una madrugada cualquiera, como si el tiempo se devolviera en la carrera acelerada hacia la fugacidad de miseria que tiene el vacío. El sabor a vértigo y placer de la trampa: sienes acostumbradas al esquivo.  

No tan lejos –en el tiempo- los truenos lanzaban otra explosión metalera: All Nightmare Long. El cielo se volvía laberinto sombrío.

Pero en la noche de fines de año par, no había sospechas sobre la contraepifanía: de cuando Ruggeri iba a confesar su nombre de guerra, con la sonoridad de la sorpresa, que estalla de las gargantas sin códigos (otra vez: flashback no completo). Antes, preferían vivir ese instante bélico entre sexos. Ella esa vez no pensaba en parodiar a Civil War; los Guns fueron cambiados por un gusto común: la bandita reggae local. "Yes my lord", escuchó Ruggeri de sus labios impuros, y comprendió que el juego empezaba.

Ley de touch and go, en una noche casi monótona. Un instante que después pretende perderse en la amnesia que todo tapa. La memoria que elige el olvido, en las mentes selectivas de dos de los tantos encolumnados en la ruta de lo apócrifo y superficial. Risas rubias que el boomerang después vuelve llanto desasosegado.

El aroma fresco a flores de ella quedó impregnado en el recuerdo de Ruggeri. Era un secreto bajo llave entre dos casi desconocidos. Pero la reminiscencia de esa fugacidad caía en otra noche de excesos, y la boca-código de Franco Ruggeri ya no podía ser contenida. 

Ruggeri, vaso séptimo en mano, esclarecidas sus sienes, rotas por el alcohol las cadenas que se oponen metódica y rutinariamente a la verborragia -contando sobre cierta situación repentina con otra mujer de paso- iba a pronunciar su nombre de guerra único, inconfundible, sobre la mesada quieta del bar.     

Suicide –sin- redemption. Metallica retumbaba a veces en la mente, destruyendo las ventanas, mientras empezaba a desmoronarse una vida a orillas oscuras de la mentira.

La rubia nunca imaginó que empezaba a estar en boca de muchos: hasta que su novio, enterado por una misiva anónima sobre aquella aventura nocturna -después de la confesión de Ruggeri-, se lo iba a hacer saber en medio del desquicio por la certeza de la traición.

Tal vez había sido un November Rain... Y los Guns ya no sonarían nunca más igual.



Pablo Zama 

sábado, 6 de noviembre de 2010

Guerra Linares



Cincuenta minutos y medio de un partido demasiado estirado por el árbitro. El Manco García Sosa saca del arco. La pelota vuela, como si no fuera a volver jamás, y recorre todo el campo local. La pelota estalla en la cabeza del Gordo Juan Francisco Guerra Linares, pasando el mediocampo, cerca de la mata de pasto más oscura de ese centro. El relator no lo nombra con todas las letras: le dice simplemente “el Gordo”. Guerra Linares carece de buena reputación: fue ídolo de la contra. El Gordo baja el balón como si fuera una bailarina clásica. La gente, arremolinada en las esquinas de la cancha, pide el pase para el Negro Centurión (alto y de rasgos espesos: el centrodelantero del equipo). El tiempo se desvanece bajo el sol que ya choca con las sierras. Los pies llenos de barro del grandote Centurión esperan el balón. Centurión es el verdugo histórico del rival. El técnico Sacripanti también indica el pase. El Gordo continúa con la bocha debajo de la suela. Cincuenta minutos y medio de un reloj estático, estancado en los abismos de los segundos finales en el fútbol, cuando las piernas se mueven más que los números del cronómetro. En el pueblo algunos dicen que Centurión -policía los días de semana- armó la detención de Guerra Linares en la final anterior. El Negro fue el ídolo de esa tarde ventosa, el Gordo lloró en una celda fría. Ese rumor viaja por el aire y atraviesa los domingos, igual que el aroma a leña calcinada de los mediodías, cada vez que hay partido. “Algún día va a pasar algo grave”, no se cansa de repetir el panadero Sacripanti. La bocha sigue en los pies del Gordo, que ahora sí parece calcular el pase en diagonal para que Centurión alcance la gloria en la final del cuadrangular y ese grito lo eternice. Entonces el Negro espera, y de su garganta sale el “dame, dame” desesperado. Un sólo recuerdo atraviesa la mente de Guerra Linares en ese momento. El Gordo le hace señas al Negro: “Ahí, ¡ahí!”. Centurión da dos pasos a la derecha, sigue corriendo. La mueca en las comisuras de la boca de Guerra Linares, los ojos asesinos y el semblante irónico, oscurecido por un halo de espesura profunda, no son visualizados por Centurión, que ya corre a centímetros del área chica. Guerra Linares hamaca la zurda encima del balón, sonríe otra vez, y ahora sí, la suelta en diagonal… en el instante justo en el que el centrodelantero no ve el poste.



Pablo Zama

lunes, 19 de julio de 2010

Material descartable


A veces corren. A veces vuelan como pájaros indefensos. La turbulencia de las calles, la peste de las capitales, les apagan los ojos. A veces prefieren un poco de silencio. Guardan infinitos secretos, que jamás serán develados. A veces tienen frío.

Quién va a preguntar por ellos, si en el abismo las respuestas escasean. Generalmente viajan a dimensiones insalvables. Y… quién sabe… la vida tajea la frente de los indefensos, o los somete al desierto de las imposturas. Y ahí pierden, porque no hay manera, a veces, de tapar el sello que llevan en las sienes: son un número perdido en la constelación de las convenciones, que siempre los dejan afuera y sin abrigo. A veces hasta deciden parar, un momento, pero lo que no se detiene es la demolición de sus anhelos.

Las palabras no pueden, jamás, describir el vacío. Las palabras no pueden calmar el hambre. Las palabras son un conjunto de necias respuestas que no llevan a soluciones, cuando lo que duele es la mugre de las capitales. El grito no sirve. Las utopías sociales son un monstruo latente que duerme en la rutina, y siempre duerme, por la desconfianza permanente del que se ríe del abismo.

El viaje, para ellos, es pasar el día, y el tránsito hacia el final no tiene destinos fijos. Se acostumbran a la inestabilidad, acortando el tiempo objetivo con el viaje en pegamento. A veces se evaden o siempre se evaden, poco les queda, porque poco es lo que le deja la sociedad, que corre a ningún lado. En esta loca carrera no hay que detenerse, ni un segundo, la velocidad es el sustento de la permanencia. Las capitales están llenas de autitos chocadores que merodean la vida, pero que no viven. Y están los sinrostro, que no viven porque fueron excluidos de los planes de la vida, o de la construcción de esa ficticia y adornada manera de estar en el mundo. De cualquier modo, tampoco viven.

A veces tienen alegrías, cuando un golpe de suerte se posa encima del destino que no manejan. Son pocas las veces que ríen de risa auténtica, de esa risa que llega desde las entrañas. Muros de ansiedades y frustraciones se levantan en las frentes. Días, horas, minutos se deshacen en la intemperie de esas almas. A veces ríen. Ya es tarde. Están atrapados en el mundo. No tienen rostro, para las sociedades anónimas. Son un número en las calles. Pertenecen a esa permanente excusa diaria que los etiqueta: mano de obra barata, material descartable.


Pablo Zama

viernes, 25 de diciembre de 2009

El regalo de papá...



La barrera del sonido explota con la pasión. La alegría ya exalta el clímax, tan cercano, del ascenso. San Martín sueña con volver a la A. Puyutano: el regalo es de papá.





El as de espadas ya destrozó el reloj. Se desgranan las fuerzas del adversario ya vencido. Hay un gol en la garganta que pugna por expulsar las huellas que dejó aquel descenso. Ruge ese as de espadas que ilumina la noche. Clava el puñal. Se regocija en el canto de 18.000 anónimos. Y grita gol. Grita como si la sed lo fuera a dejar por última vez con esa extraña sensación del atolladero en su garganta. Algo se cuela, hondo, en las vísceras. No hay lapicera que aguante ya para el anotador. La tinta desaparece en un vaivén que electrifica las puntuaciones del marcador, roto ya el cero. Entonces el as se saca la camiseta y la estrella contra el parapelotas. Y consume esos, escasos, segundos de gloria, mientras se trepa al alambrado de la popular, como si fuera la primera vez. La CAI sureña queda sumisa. El aluvión de estirpe sanjuanina arrolla los minutos que desplazan hacia el final del partido. Los relojes deshojan las horas para volver a la elite: para llegar otra vez en 20 colectivos a La Bombonera, para volver a arrodillar a River en San Juan. El rugido recorre la noche, entre fuegos de artificio y un puñado de gargantas exaltadas que sudan dolor y gloria. Sueños que marchan en la efimeridad de otra evasión de domingo. Un grito de guerra final, mientras la pelota corrompe la red. Tiembla en escala de Mercalli, tras el pitazo final. La Primera está a la vuelta, y un Hilario Sánchez repleto aturde la noche. La camiseta 9 vuela en el aire y se estrella contra el parapelotas. Son 18.000 mil gargantas adulteradas en la masificación, que anticipan otra tarde de gloria. Otro césped convertido en el manto que protege el sueño: reducto testigo de masivas lágrimas de emoción. Algo explota en la popular norte, reflejos de otras epopeyas. El brindis reclama otra tarde de gloria, como ese inolvidable... sábado 16 de junio de 2007. La 9 ya cayó al césped, la pelota descansa en la red. La punta está asegurada. Un puñado enorme de sanjuaninos extasiados anticipan: “Vamos a volver”. Junio de 2010.


Pablo Zama


jueves, 12 de noviembre de 2009

Esa extraña necesidad


esa transparencia se corta con el murmullo de la epifanía / y los paisajes, varados en la desnudez del atardecer, / vuelan encima de una estrella / corrigiendo el andamiaje de las aves en el tiempo / hay un sueño dividido en dos por la ventana / necesidades tajeantes / dibujos salpicados con el humo de la ingenuidad / pero ella, ella no existe, / hay una espera-certidumbre de verla / escondida en el relativo peligro de la urbe / labios que inundan desiertos / capturar, en el tiempo detenido en la orilla, / su mirada de mar / probar / ese halo fugaz - deseo atrapado en la madrugada / comer de sus versos incandescentes, / besando el aroma a tempestad de su piel / y arrebatarle pétalos a la esencia, mientras amanece / despertar, en el fuego inacabable de sus latidos / sólo observarla reír / para decir basta / esa extraña necesidad de verla / en todos los sueños / esa inacabable sensación / de beber del viento de sus palabras / tocarla con el deseo, sentirla suave / como agua deshaciéndose en la vulnerabilidad de mis pupilas / ese anhelo extraño, que muerde la existencia / sentir / el sabor a lluvia de la libertad / cuando me refugio en sus espaldas



Pablo Zama

sábado, 15 de agosto de 2009

Pronta entrega



“Estás buscando un viejo camisón, estás buscando alguna religión, estás buscando un símbolo de paz… Estás buscando un incienso ya, estás buscando un sueño en un placard, estás buscando un símbolo de paz…” (Charly García).


Llueve, de vez en cuando, pero escribo, esquivo la tormenta. La cabeza es fría, da vueltas y no me hago cargo de los delirios ajenos. Charly, casi mi guía en los momentos de quiebres creativos, gatilla. Mi cabeza, el cerebro, mi vida, da vueltas y está bueno. He tirado la planificación hacia lo desconocido. Acá se vive y punto. ¿Se vive?

En la seccional un tipo azul parece imberbe, pregunta sobre las noticias locales, fuma y ofrece. Pero el móvil del diario ya dio una rayada en media cuadra y salimos, los cinturones de seguridad se abrochan como pueden, hay un muerto en la ruta, hay varios cadáveres esperando. El ritmo es descomunal y la música va al palo: Rapsodia Bohemia es la catarsis antes de llegar al siniestro. Se hace interminable, todo se hace espeso. El clima brota desde un intervalo infausto, pero el morbo va por carriles que no puedo ni debo ahora explicar. El muerto espera, tal vez a que alguien le explique por qué espera. Seguimos en la ruta, una frenada y doblamos, pierdo la visión por un rato. Hay polvareda al costado. La vida es injusta y la vida es lo más difícil de explicar por qué sucede. Somos objetos de un descontrol remoto tal vez, seres manejados a placer, armas de desperdicio en algún rincón en el que preferimos decir BASTA!! y jugar a sonreír.

Tal vez alguien más espere en otro rincón, otro cadáver para ser fotografiado para la portada de algo, que seguro, nunca será premio Pulitzer. Un vendaval de ironías se mueve en torno a mi cerebro. Sentado y abrochado a esa camioneta con etiqueta de presunto prestigio viajan mis ganas subterráneas de esquivar la superficie. Alguien ha muerto en la ruta y no me importa quién. La existencia apabulla con estos finales y las conclusiones son distorsionadas cuando se va en busca de eso que tal vez ya es la nada. O la nada viaja en móvil hacia la ruta trágica. Entonces alguien llora adentro mío, muy adentro, alguien que desconozco. Charly sigue con su discurso de pelear, de seguir, de llegar a la cúspide de no sé qué para quién. Una loca carrera para poner la cabeza en Marte, para amar y para olvidar. Una loca carrera que termine en una portada con un desconocido que pagó sus días. Contar la historia como un relato escindido de mí. Imposible. La existencia, ese final y este arrojo al mundo y sin el abrigo para sustentarse como previsible… me choca. Aunque la imprevisibilidad y la incertidumbre es buena consejera para mi credo.

El ruido de las teclas retumba en la redacción. Estamos contando historias. El mandamás del patio de gobierno vigila. En nuestro rincón el celular vuelve a sonar y el mensaje aclara: “Un muerto en Ruta 40, un choque en medio de la nada”, y otra vez a las calles. A veces apago la luz, tal vez para hacerme el gil y seguir palpitando una adrenalina que no es la mía, pienso. El móvil corre a toda velocidad, la música está a un volumen portentoso, mis reflexiones ya de nada sirven. Estamos en el lugar. Alguien es tapado por un manto que no sé si es de piedad o gozo de un morbo común para algunos. Nylon negro, la cabeza algo ensangrentada. Saldrá en la portada. Mis preguntas laceran en un escenario difícil, las preguntas me consumen el alma. Estamos interpretando el por qué de esos finales abruptos. Y tomo entonces como hecho literario algo casual y no tanto. Algo real y doloroso. La familia llora y alcanzo a escuchar el tenor de una muerte. Anoto. Algunos se enojan y me corren. No importa. Tengo la noticia, tal vez la primicia, de que un ninguneado por la sociedad cayó al túnel vacío de donde no se vuelve.

Volvemos a la ruta. La catarsis es reírse de lo que sea, reírse para sobrevivir, mientras la música siga sonando. Tal vez una carta al lector tenga más asidero –pienso- para ser dada a conocer que la tragedia de un NN como yo que pasea por la existencia sabiendo inconscientemente que el punto final llega. Otro aspecto de la historia se me devela entonces. El tránsito hacia la muerte es parte de lo que vinimos a hacer. No pienso ahora en las teorías existencialistas. Dejo que fluya, aunque haya algo de influencia, mi propia visión de la razón de ser, porque me detallo para mis propias vísceras, para mi cerebro poco programado ya, que es difícil ser en una sociedad que sólo obliga a existir, sin rumbo. Un escenario que nos atrapa en la carrera alocada por llegar, en el placer inexistente de sumergirse en los residuos de las drogas, en los pensamientos atomizados que encajarían justo en una media tres cuartos y sucia que duerme en mi habitación, y nada más.

Grito un gol, solo, parado en la avenida, para intentar sentir algo de liberación. El alivio es metafórico, el gol no es mucho más que tirar una bocha a la red y figurarse ser un héroe, figurarse el no ser y el enjambre que grita, que ahora soy yo solo en la avenida, es el público de un Circo Romano apócrifo, pero especial.

Me siento frente a la máquina a titular un siniestro, pero las palabras se fueron de viaje. Mientras narro la historia, el morbo de las pocas letras que salen impresiona. Cuido las formas. Aunque la inquietud es el contenido y más aún la reflexión que se desprende de un hecho aislado y siniestro. Eso ya me turba.

Todo es: el supuesto de vivir, o el impuesto de existir, la factura a estar, la locura de rebelarse a ser un autómata. Esos remolinos me llevan por delante. La bronca de escribir en la superficie duele. Y entonces un último planteo cae de mi imberbe punto de vista, apenas llego a la escena. El planteo cae y la pregunta es si en Ruta 40 realmente hubo un muerto, si, tal vez, en la ruta, en las calles, en los quioscos, en un baño público, en el césped no habrán muchas más muertes sin que sus propios destinatarios hayan recibido todavía el mensaje que les avise de su final. Muertes que caminan acríticas por el paseo de la mera opción de ningunearse todos los días. Y ahora me figuro: ¿acaso la velocidad, la música en el móvil, el camino, no iban en busca mía?

La portada está lista, la nota también. La foto es tremendamente desgarradora, al epígrafe le clavo otro puñal de drama. Todos nos buscamos alguna vez y la vertiginosidad de esta existencia abrumadora hace que sólo encontremos, en ocasiones, los desperdicios de lo que ya fue, para sufrirlo cuando ya no lo palpamos de frente. La nostalgia también es un sorbo de muerte.

Hay una carrera alocada de móviles en busca de algo por las rutas, por las avenidas, por las calles de piedra. A veces el destino es cruel, nos atrapa en un choque de ruta o nos sumerge en el sistema. Tal vez en el olvido, explicado por Borges como “la otra muerte”. Y así, un cartel aclara: “Sólo mueren de verdad los que mata el olvido”.

La lucha es ardua y la existencia, en la pequeñez de nuestros egos, nos duele, sin que muchas veces reconozcamos que existe un final.

Subo otra vez al móvil del diario, hay que volver a la calle, salir rápido. No he comido, hay un asalto, tal vez otro muerto: no el que cayó fulminado hacia el infinito, sino el que terminó siendo presa de un pasado escandaloso -el asesino-, tomó un arma y se transformó en su propia versión de muerto en vida.

Hay zombies por todos lados, es mejor negarse a serlo.

Charly: “Difícil que lleguemos a ponernos de a-cuerdo”… Pactos de sangre en la avenida para dejar una huella para nadie. Locuras de querer correr tras lo que no existe, porque lo que precede ya se esfumó hace rato y el futuro no es propiedad privada de nadie. Vivir o intentarlo. Existir sabiendo el final, esquivando la angustia que exhala la sóla experiencia de estar. Sentir el puñal de la existencia del presente.

Náuseas de libertad...

¿Libertad?

AMÉN.



Pablo Zama

A cancha llena



En los ingresos de una eclosión. Bombas de una vigilia intensa. El sol rompe este, mísero, sentido y salgo a la cancha. Tal vez salgo sin querer. Pero soy sólo parte de ese enjambre que grita, sus delirios de guerra, solapados tras una camiseta.

Tengo el giro, literario, futbolístico, a placer. Con pie preciso reviento los piolines, saco pecho y dedico la proeza a los insalvables. O por lo menos eso me figuro en la mente.

Un enganche a la izquierda, otro a la derecha. Gambeta impredecible. Gambetas que me llevan hacia lo desconocido. Quiebres de cintura en medio del área 18. Estoy rompiendo, creo, el padecimiento de un esquema. Poco se puede germinar de todos modos, la cancha, el césped, es casi infértil en ocasiones.

Camiseta verdinegra, pecho erguido, mirada repulsiva hacia el rival. Voy camino hacia lo desconocido, pero sigo en la tribuna. Me figuro estar pisando el césped. Juego y margino patadas que quedan inconclusas porque dejo a la deriva algunos embates. Esquivo esquirlas de botines. Disfruto, creo.

El lateral derecho me cruza y le paso la bocha por encima de sus sienes, viaja despacio. Un sombrerito que resulta apócrifo porque el pie izquierdo del lateral se me clava como puñal en el abdomen.

Me levanto, como en cada golpe, en cada batalla. Tomo la bocha, el tiro libre es mío y de nadie más. Ya creo ser el Seba Brusco frente a River.

Acomodo, minucioso, la pelota, un compañero se acerca. Al palo de la barrera, me grita. En mis recuerdos tengo grabado ese 26 de agosto. El grito al unísono de: “Brusco, Brusco, Brusco...”, en un pedido desgarrador de toda la hinchada tras la posibilidad del tiro libre.

Me preparo. Miro al arco y no al arquero. Dejo de lado la posibilidad de obstáculo de la barrera. Es un tiro libre a la vida. Pateo, fuerte. Pateo con las entrañas, que me quedan temblando. Siento venir ese aire portentoso y sagrado. Se abre la puerta del cielo y el ángulo es el cálculo justo.

Grito, me abrazo con nadie, tal vez esté todavía tan solo como al principio de ser una leyenda tras el golazo. Corro hacia la popular, yo mismo estoy gritando ahí adentro, en esas gradas que tiemblan. Pienso que es a cancha llena.

Tan sólo un estampido que el tiempo borrará, dejará para siempre lleno de olvido en un rincón. Escucho el rumor del pasado, aquellos instantes que figuraron escenarios felices y aquellos que taparon sus fulgores.

Salgo del estadio, me firmo un autógrafo para mí mismo. Fue a cancha llena, que golazo, me digo. Un número en la vida: el 10 en la espalda.

Muy cerca de donde suceden las contingencias, un gemido siempre escuchado pero poco entendido de un bebé. Más allá, una vieja mira, limpia, sus suciedades, y clama por una juventud mejor.

Volver a empezar, a cancha llena, tal vez otro escenario, un golpe de suerte que depara el área 18. Un estampido al que te hizo mal y un gol al centro del alma para paralizar la furia de las malas rachas.

Otro quiebre de cintura para no equivocarse y un pase gol que en cualquier momento llega. Un giro estilo Tonegol para largarse a llorar de júbilo. Un tiro que rebota en el palo del arco de Boca.

En el baldío algunos juegan, transforman sus vidas. La organización social futura en un esquema de 11 contra 11.

Los defensores: tipos casi burros de carga para corregir los errores ajenos. El arquero: que tapa todo lo que puede llegar a ensuciar el curso de la sociedad, un policía poniendo orden en un mínimo rectángulo.

Un mediocampo repartido. Al centro: uno que muerde para no dejar pasar a los que hacen peligrar los intereses de la Patria. Pegado a ése, el 5 clásico distribuyendo el balón con sutileza para que la cúspide funcione: poco reconocido, es el que piensa dentro de ese esquema, algún ministro ejemplar.

Por las orillas, dos que corren como locos, para colocar algún centro, algún pase, que cambie el curso de los días, un sacrificio con buen pie que origina triunfos, o embates. Delante de ellos, el enganche: enlace entre los que se rompen el lomo y los que se concretan al estrellato. Un petiso que la mueve, tal vez un artista rompiendo esquemas. Quiebre para un lado, para otro, gambeta empedernida y el estiletazo preciso, justo, para intentar que todo confluya en el éxito del sistema.

Arriba: las estrellas, los que llegaron a través de la pirámide a ser notorios, los que concretan el pase final en locura, en gol, los que disfrutan cuando el tiempo les da de beber de la fama y el fantasma de los flashes, los que mata el olvido en la esquina menos esperada. Actores de una TV que engendra nuevos socios de la suciedad que tapa la verdad, que jamás será una sola.

Quizás un esquema táctico convencional que a veces funciona y en otras cae en los infortunios de sus integrantes. Tal vez un país, una sociedad que juega todos los días y sus miembros son los que ganan los partidos y los que pierden la dignidad. Los que se llenan de gloria o perecen en el olvido.

Salgo de la cancha que, me imagino, estuvo llena. Pido un chori en la puerta, una gaseosa marca imperial. Como y sorbo. Ya es tarde y no tengo ganas de irme. Miro el circo a mí alrededor, tal vez no existe. Pero veo camisetas y banderas llevadas por desconocidos. Recuerdo aquella tarde gloriosa en que los autos por la Circunvalación tocaban bocinazos, la tarde en que River se arrodilló en Concepción, una lágrima todavía sigue cayendo tras el grito de gol en la "popu" abrazado a mi hermano. Tal vez ese mismo tiro libre lo pateé yo en un día solitario, en un arco de cancha barrial.

Camino, porque el bondi va lleno. Otro día en que la gente sale de sus casas, para ver pasar la euforia por las calles. Sobre el final le giramos la historia a Vélez y casi me quedo sin voz. Recuerdos también de, pocos, goles propios en potreros que tal vez ya no existen. Gambetas en la calle de mi barrio y el, siempre recibido con algo de intolerancia, grito de: “Pasala, morfón".

Juego en mis pies. Rebotes y manejos de una bocha, tratada como la diosa de un partido, o una prostituta de 90 minutos. Esa bocha que alguna vez me llevó a la Bombonera, para gritar por los colores de Concepción. La comida en el restaurante Continental, y el grupo de sanjuaninos verdinegros que en la Plaza del Congreso éramos la curiosidad de los porteños.

El fútbol, la vida, por carriles similares, en cada gambeta a la desidia, en cada grito desaforado para despegar. Y un viejo que en el Hogar de Ancianos ahora me pide un pucho antes de que su vida culmine. Al lado, uno que se quedó en otra parte y habla en el pasado. El punto final de un partido que tal vez a ellos ya ni siquiera les importa.

Hoy volvió a amanecer y tengo la camiseta puesta: es la vestimenta de otra batalla. Hay que salir a tranformar el día en victoria. En el bondi o en la bici: vamos configurando un destino. La presión es permanente. La vida es la incertidumbre. A veces quiero gritar un gol para olvidar, evasión necesaria. Otras, quiero dar vuelta el partido festejando a solas, imaginando estar a cancha llena.

El pase está por llegar, puede haber gol y, por ahí, el pibe que me pide una moneda afuera del bar del invierno rompa la red de la alienación, ascienda cargado de gloria, a cancha llena, con las pupilas invadidas por la humedad de las emociones. Y así, lo que añora lo esté esperando para ser: sólo un punto en el espacio que alcanzó un mísero segundo de felicidad.....


Pablo Zama