sábado, 15 de agosto de 2009

A cancha llena



En los ingresos de una eclosión. Bombas de una vigilia intensa. El sol rompe este, mísero, sentido y salgo a la cancha. Tal vez salgo sin querer. Pero soy sólo parte de ese enjambre que grita, sus delirios de guerra, solapados tras una camiseta.

Tengo el giro, literario, futbolístico, a placer. Con pie preciso reviento los piolines, saco pecho y dedico la proeza a los insalvables. O por lo menos eso me figuro en la mente.

Un enganche a la izquierda, otro a la derecha. Gambeta impredecible. Gambetas que me llevan hacia lo desconocido. Quiebres de cintura en medio del área 18. Estoy rompiendo, creo, el padecimiento de un esquema. Poco se puede germinar de todos modos, la cancha, el césped, es casi infértil en ocasiones.

Camiseta verdinegra, pecho erguido, mirada repulsiva hacia el rival. Voy camino hacia lo desconocido, pero sigo en la tribuna. Me figuro estar pisando el césped. Juego y margino patadas que quedan inconclusas porque dejo a la deriva algunos embates. Esquivo esquirlas de botines. Disfruto, creo.

El lateral derecho me cruza y le paso la bocha por encima de sus sienes, viaja despacio. Un sombrerito que resulta apócrifo porque el pie izquierdo del lateral se me clava como puñal en el abdomen.

Me levanto, como en cada golpe, en cada batalla. Tomo la bocha, el tiro libre es mío y de nadie más. Ya creo ser el Seba Brusco frente a River.

Acomodo, minucioso, la pelota, un compañero se acerca. Al palo de la barrera, me grita. En mis recuerdos tengo grabado ese 26 de agosto. El grito al unísono de: “Brusco, Brusco, Brusco...”, en un pedido desgarrador de toda la hinchada tras la posibilidad del tiro libre.

Me preparo. Miro al arco y no al arquero. Dejo de lado la posibilidad de obstáculo de la barrera. Es un tiro libre a la vida. Pateo, fuerte. Pateo con las entrañas, que me quedan temblando. Siento venir ese aire portentoso y sagrado. Se abre la puerta del cielo y el ángulo es el cálculo justo.

Grito, me abrazo con nadie, tal vez esté todavía tan solo como al principio de ser una leyenda tras el golazo. Corro hacia la popular, yo mismo estoy gritando ahí adentro, en esas gradas que tiemblan. Pienso que es a cancha llena.

Tan sólo un estampido que el tiempo borrará, dejará para siempre lleno de olvido en un rincón. Escucho el rumor del pasado, aquellos instantes que figuraron escenarios felices y aquellos que taparon sus fulgores.

Salgo del estadio, me firmo un autógrafo para mí mismo. Fue a cancha llena, que golazo, me digo. Un número en la vida: el 10 en la espalda.

Muy cerca de donde suceden las contingencias, un gemido siempre escuchado pero poco entendido de un bebé. Más allá, una vieja mira, limpia, sus suciedades, y clama por una juventud mejor.

Volver a empezar, a cancha llena, tal vez otro escenario, un golpe de suerte que depara el área 18. Un estampido al que te hizo mal y un gol al centro del alma para paralizar la furia de las malas rachas.

Otro quiebre de cintura para no equivocarse y un pase gol que en cualquier momento llega. Un giro estilo Tonegol para largarse a llorar de júbilo. Un tiro que rebota en el palo del arco de Boca.

En el baldío algunos juegan, transforman sus vidas. La organización social futura en un esquema de 11 contra 11.

Los defensores: tipos casi burros de carga para corregir los errores ajenos. El arquero: que tapa todo lo que puede llegar a ensuciar el curso de la sociedad, un policía poniendo orden en un mínimo rectángulo.

Un mediocampo repartido. Al centro: uno que muerde para no dejar pasar a los que hacen peligrar los intereses de la Patria. Pegado a ése, el 5 clásico distribuyendo el balón con sutileza para que la cúspide funcione: poco reconocido, es el que piensa dentro de ese esquema, algún ministro ejemplar.

Por las orillas, dos que corren como locos, para colocar algún centro, algún pase, que cambie el curso de los días, un sacrificio con buen pie que origina triunfos, o embates. Delante de ellos, el enganche: enlace entre los que se rompen el lomo y los que se concretan al estrellato. Un petiso que la mueve, tal vez un artista rompiendo esquemas. Quiebre para un lado, para otro, gambeta empedernida y el estiletazo preciso, justo, para intentar que todo confluya en el éxito del sistema.

Arriba: las estrellas, los que llegaron a través de la pirámide a ser notorios, los que concretan el pase final en locura, en gol, los que disfrutan cuando el tiempo les da de beber de la fama y el fantasma de los flashes, los que mata el olvido en la esquina menos esperada. Actores de una TV que engendra nuevos socios de la suciedad que tapa la verdad, que jamás será una sola.

Quizás un esquema táctico convencional que a veces funciona y en otras cae en los infortunios de sus integrantes. Tal vez un país, una sociedad que juega todos los días y sus miembros son los que ganan los partidos y los que pierden la dignidad. Los que se llenan de gloria o perecen en el olvido.

Salgo de la cancha que, me imagino, estuvo llena. Pido un chori en la puerta, una gaseosa marca imperial. Como y sorbo. Ya es tarde y no tengo ganas de irme. Miro el circo a mí alrededor, tal vez no existe. Pero veo camisetas y banderas llevadas por desconocidos. Recuerdo aquella tarde gloriosa en que los autos por la Circunvalación tocaban bocinazos, la tarde en que River se arrodilló en Concepción, una lágrima todavía sigue cayendo tras el grito de gol en la "popu" abrazado a mi hermano. Tal vez ese mismo tiro libre lo pateé yo en un día solitario, en un arco de cancha barrial.

Camino, porque el bondi va lleno. Otro día en que la gente sale de sus casas, para ver pasar la euforia por las calles. Sobre el final le giramos la historia a Vélez y casi me quedo sin voz. Recuerdos también de, pocos, goles propios en potreros que tal vez ya no existen. Gambetas en la calle de mi barrio y el, siempre recibido con algo de intolerancia, grito de: “Pasala, morfón".

Juego en mis pies. Rebotes y manejos de una bocha, tratada como la diosa de un partido, o una prostituta de 90 minutos. Esa bocha que alguna vez me llevó a la Bombonera, para gritar por los colores de Concepción. La comida en el restaurante Continental, y el grupo de sanjuaninos verdinegros que en la Plaza del Congreso éramos la curiosidad de los porteños.

El fútbol, la vida, por carriles similares, en cada gambeta a la desidia, en cada grito desaforado para despegar. Y un viejo que en el Hogar de Ancianos ahora me pide un pucho antes de que su vida culmine. Al lado, uno que se quedó en otra parte y habla en el pasado. El punto final de un partido que tal vez a ellos ya ni siquiera les importa.

Hoy volvió a amanecer y tengo la camiseta puesta: es la vestimenta de otra batalla. Hay que salir a tranformar el día en victoria. En el bondi o en la bici: vamos configurando un destino. La presión es permanente. La vida es la incertidumbre. A veces quiero gritar un gol para olvidar, evasión necesaria. Otras, quiero dar vuelta el partido festejando a solas, imaginando estar a cancha llena.

El pase está por llegar, puede haber gol y, por ahí, el pibe que me pide una moneda afuera del bar del invierno rompa la red de la alienación, ascienda cargado de gloria, a cancha llena, con las pupilas invadidas por la humedad de las emociones. Y así, lo que añora lo esté esperando para ser: sólo un punto en el espacio que alcanzó un mísero segundo de felicidad.....


Pablo Zama

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