Los ojos todavía abiertos, desgastados por la vigilia, recubiertos de miel perecedera. Tu sien recostada sobre mi hombro y ese aroma a flores que se sujetan a la mansedumbre de la tarde-noche. Somos vientos que resucitan, emergidos del ostracismo, jugando el juego de la incertidumbre dentro de la certeza de este andamio, caminando el espejismo de los sentimientos. No hay palabras, permanecemos en la intención de pertenecer. Los ojos como fusiles, las llagas como camino del tiempo y el miedo, el misterioso y terrible miedo, a dejar de decirnos eso que callamos. Todo pasa a ser pasión, la cara tras las rejas de la realidad gritan los eufemismos que ya todos comulgan. Dos gotas en el mar, nada. Un cuerpo como destino sangrante de lo contundente se mece sobre las cimas de un deseo común pero excepcional. Otra batalla sin definir, entre espasmos de un día singular, sopor de un anochecer calmo de calma mugrienta y seca. La sequedad de los recuerdos corren despavoridos, hay luz en medio del aroma a pestilencia de los embates, pero sin embargo estamos acostumbrados a estar en hipnosis tranquilizante. Pegados los ojos sobre los vidrios húmedos, esperando como aquellos que lloran por lo que se fue pero que jamás abandonan, el día transcurre, las horas pasan, la servidumbre de estos precoces gozos se muelen en la contingencia, o se paralizan en las sombras del deseo puro. Entonces lloramos de hambre y de amor. Jugamos con nuestras ganas contrariadas de pertenecer o entregar espacios a lo desconocido. Asumimos que toda proyección es deleznable por cuanto no admite limitaciones reales. Perseguimos un camino secreto que se muestra, a raudales, cercado por el abismo de una pureza inexistente. Pero seguimos.
Pablo Zama
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